Excelentísimo Señor José H. Gómez
Arzobispo de Los Ángeles
Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo,
1. Cada uno de nosotros ha sido creado por Dios y para Dios. Este es el hermoso misterio que se encuentra en el corazón de la existencia humana, en el corazón de la vida de ustedes y de la mía. Todo niño que nace, desde el principio de los tiempos hasta el final de ellos, nace por un pensamiento amoroso de nuestro Padre Celestial, que nos mantiene bajo su mirada, viéndonos, a cada uno de nosotros como seres de su propiedad, como un hijo amado, como un hija amada.
Dios nos hizo para ser bienaventurados, para ser felices. Y nacemos con el deseo de la felicidad escrito en nuestros corazones, un deseo que sólo Dios puede satisfacer. San Agustín dijo hace muchos siglos: “Tú nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti” . Esto es cierto para todo corazón humano. No podemos ser felices sin Dios y el anhelo de él es que todos nosotros seamos felices y bienaventurados en él.
Como cristianos, adoramos a un Dios que ama tanto a la raza humana que hasta llega a formar parte de ella. La persona humana, plenamente viva y cuya vida es fructuosa, es la imagen y la gloria de Dios . Esta es la verdad que Jesucristo reveló con su vida, muerte y Resurrección.
Esta verdad siempre ha estado en el centro de la religión cristiana. Y la visión cristiana de la persona humana —creada a imagen de Dios, dotada de dignidad, derechos y responsabilidades dados por Dios y llamada a un destino trascendente— establece el fundamento espiritual de nuestro país, de todos los países del continente americano y del Occidente.
2. Jesús les preguntó a los primeros que acudieron con él, “¿Qué buscan?”. Y su pregunta también está dirigida a nosotros. ¿Qué es lo queremos de la vida? Creo que todos estamos en busca de la alegría y del amor, en busca de un sentido de plenitud e integridad, en busca de amistades y de amores que perduren. Todos queremos tener un sentido de pertenencia, de que somos queridos; queremos alguna seguridad de que nuestras vidas realmente importan. Aunque no siempre podamos expresar en palabras nuestras esperanzas y sueños de este modo, eso es lo que todos estamos buscando.
Nos demos cuenta o no, estamos inquietos, como dijo Agustín. Y lo que estamos buscando es a Dios. La buena noticia es que Dios también nos está buscando. Por esto es que Jesús vino al mundo. Él es la respuesta a toda pregunta, el deseo de todo corazón. El propósito de nuestras vidas es encontrarlo y la razón de ser de la Iglesia es llevarnos a él.
Lo que la Iglesia enseña y proclama es algo hermoso y verdadero: Jesucristo nació en forma humana como el “hombre nuevo”, para que todo hombre y toda mujer tuvieran nueva vida y para que pudieran vivir sus vidas con toda la plenitud que Dios quiere de ellos.
Jesús vino a nuestro mundo como el “Hijo del Hombre” para que nosotros pudiéramos llegar a ser hijos e hijas de Dios. En su rostro vemos el rostro de Dios. Y en su rostro vemos revelado el verdadero rostro, la promesa completa y el potencial de nuestra humanidad. En Jesucristo, vemos quiénes estamos llamados a ser y quiénes somos capaces de llegar a ser por medio de los dones de la misericordia y de la gracia de Dios.
El encuentro con Jesús le proporciona entonces, a toda vida, una nueva dirección y un nuevo propósito. Al caminar con Jesús, al seguirlo y al modelar nuestras vidas conforme a la suya, percibimos lo que la vida realmente significa. Movidos por su amor, compartimos la nueva vida que hemos encontrado con nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia, nuestra nueva familia, adorando al Dios vivo, revelándolo a los demás y sirviendo a nuestro prójimo a través de obras de misericordia y de actos de amor.
“He aquí que yo hago nuevas todas las cosas”. Esta es la promesa que Jesús nos hace, ayer, hoy y mañana. Jesús viene a traer una nueva creación, un nuevo mundo y una nueva era, cielos nuevos y una tierra nueva. En él tenemos la esperanza de la salvación y de la vida eterna en su Reino, la esperanza de una ciudad de santos en la que cada hombre y cada mujer recibe un nuevo nombre y canta un cántico nuevo al Señor, con toda la tierra.
En todo momento y en todo lugar, Jesús llama a su Iglesia católica a proclamar sus promesas acerca del significado y destino de la vida humana. A través de su Iglesia, Jesús continúa invitando a cada persona a participar de la bienaventuranza y de la santidad de su propia vida en el corazón de la Santísima Trinidad, en donde él vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo.
3. Mis queridos hermanos y hermanas, ¡ésta es la esperanza que compartimos en Cristo! Y esta es la esperanza sobre la que quiero reflexionar en esta segunda carta pastoral que les estoy escribiendo.
En mi carta inaugural, Testigos para el nuevo mundo de la fe, escribí para compartir mi entusiasmo por nuestro deber y misión históricos como la familia de Dios en la Arquidiócesis de Los Ángeles. Estaba entusiasmado por recordarles que cada uno de nosotros es responsable por la misión evangelizadora de la Iglesia, y que todos estamos llamados a anunciar a Jesucristo con nuestras palabras y nuestras acciones y a llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo a un nuevo encuentro con el Dios vivo.
En mi primera carta establecí cinco prioridades pastorales —educar a toda persona, especialmente a nuestros jóvenes, para que conozca a Jesucristo; llamar a hombres y mujeres a servir a Dios en las vocaciones del sacerdocio y de la vida consagrada; fomentar la comunión entre la diversidad de culturas y nacionalidades inmigrantes que nos une como una sola familia “católica” de Dios; construir una cultura de la vida, de la justicia y de la paz en nuestra ciudad y en todo nuestro continente; y fortalecer el matrimonio y la familia como los cimientos de una sociedad verdaderamente humana.
Estas prioridades siguen siendo fundamentales para nuestra misión de la nueva evangelización.
Pero en estos tiempos me estoy sintiendo más preocupado por la dirección que nuestra sociedad y nuestra cultura están tomando y por lo que eso implica en cuanto a la manera en la que vivimos nuestra fe y en la que llevamos a cabo nuestra misión cristiana en nuestros hogares y comunidades, en nuestras parroquias, escuelas y ministerios.
¿Quiénes somos y para qué estamos aquí?:
Nuestro desafío como cristianos en una sociedad “descristianizada”
4. Estoy terminando en Navidad esta carta dirigida a ustedes. Estamos al final de un largo y divisivo año en el cual nuestras elecciones nacionales pusieron de manifiesto algunas de las inclinaciones más oscuras de nuestra cultura y confirmaron la existencia de un secularismo y un espíritu “antihumanista” cada vez más profundos dentro de la vida estadounidense.
Ya es innegable que nuestra sociedad está siendo progresivamente “descristianizada”. Nuestras élites —en la política y el derecho, en la educación y los medios de comunicación— están buscando, por muchos medios, expulsar a Dios de nuestra vida cotidiana, y silenciar su voz dentro del corazón humano. Pero a medida que la realidad de Dios se va desvaneciendo, la realidad de la persona humana va también desapareciendo. Nos estamos convirtiendo en extraños para nosotros mismos. Ya no sabemos quiénes somos ni qué hay dentro de nosotros mismos.
Nos enfrentamos a muchos problemas e injusticias en nuestra sociedad —la triste persistencia del pensamiento y las prácticas racistas; las amargas divisiones basadas en el dinero y en la educación, en la clase social y en los antecedentes familiares; nuestra cruel indiferencia con respecto a los sufrimientos de los inmigrantes que viven dentro de nuestras fronteras; las agendas coercitivas para redefinir el matrimonio y la sexualidad y para “normalizar” el aborto y la eutanasia; las brutales realidades de la trata de personas; la epidemia de la pornografía y de las adicciones; las desigualdades en nuestro sistema de justicia penal, empezando por nuestra práctica continuada de las ejecuciones; la violencia y las desviaciones en nuestro “entretenimiento” popular— son, todos ellos, indicadores de que nuestra sociedad ha perdido el sentido de la verdad acerca de la preciosa naturaleza y dignidad de la persona humana.
Y todos estos problemas son indicadores de un problema más profundo: nuestra sociedad ha perdido el sentido de cuál es la verdad acerca de la preciosa naturaleza y dignidad de la persona humana.
5. Al estar orando y reflexionando sobre estas cosas, me ha parecido que las divisiones y disfunciones de Estados Unidos nos están centrando nuevamente en las preguntas básicas: ¿Quiénes somos? ¿Qué significa estar vivo, ser miembro de la raza humana? ¿De dónde venimos y para qué estamos aquí? ¿Para qué debemos estar viviendo? ¿Qué es una “buena vida” y por qué debería yo querer ser una “buena persona”? Nuestras vidas, ¿causan alguna diferencia? ¿El mundo tiene algún significado, o todo depende del azar?
Al perder de vista a Dios, ya no sabemos cómo encontrar respuestas a estas preguntas. Y esto está teniendo consecuencias perjudiciales para las personas, especialmente para los jóvenes, y para nuestra sociedad.
Muchos de nuestros prójimos parecen no estar realmente viviendo, sino sólo existiendo. Muchos apenas están saliendo adelante, parecen asustados e inseguros acerca del significado de sus vidas, y no tienen esperanzas para el futuro. Hay tantos que parecen desconocer el amor de Dios, tantos que no escuchan su voz, que parece que no sienten su ternura y el cuidado que él tiene de sus vidas.
Al mismo tiempo, es evidente que los líderes que están a cargo del gobierno y de la cultura, ya no saben qué es lo que produce un verdadero florecimiento humano. Como resultado, hemos perdido la base para establecer prioridades, para saber qué es lo que realmente importa. Tenemos menos fundamentos para transmitir un sentido de propósito común o de valores y responsabilidades compartidos.
En lugar de un espíritu y un ethos nacional coherente, vemos en nuestra sociedad nuevas expresiones de un individualismo radical y nuevas formas de dominación de los fuertes con respecto a los débiles. Vemos cómo se promueven estilos de vida y formas de vivirla que tienen sus raíces en un humanismo infructuoso, en una visión falsa e incompleta de la vida humana y de la persona humana.
En estos días se nos dice —en la educación, en el entretenimiento, en la publicidad y en la política social— que nuestras vidas son nuestras, para hacer de ellas lo que queramos, que nosotros estamos a cargo de nuestro propio proyecto personal, que nuestras vidas son algo que tenemos libertad de “auto-crear”, definiéndonos a nosotros mismos según nuestros propios conceptos de existencia y de lo que pensamos que queremos obtener de la vida.
Pero creo que es justo cuestionar esa visión de la vida que nos están presentando las élites de nuestra sociedad y ésa nuestra economía de consumo, cada vez más globalizada.
¿Estamos realmente mejor si vivimos sin Dios, como si él no existiera y como si pudiéramos sustituirlo con nuestra ciencia y tecnología, con nuestras propias invenciones y dispositivos? ¿Acaso el satisfacer nuestras necesidades y deseos, el placer material y la comodidad corporal —sentirnos bien, tener los productos adecuados y un flujo constante de entretenimientos estimulantes—, acaso es esto lo que proporciona una vida feliz y significativa? ¿O hay algo más?
Para cosas más grandes:
La buena nueva de Jesucristo para nuestras vidas
6. Por eso les escribo esta carta. Porque sabemos que hay algo más. Sabemos que estamos hechos para lo que los santos llaman los dones superiores y el camino aún más excelente. De alguna manera, siento que esta carta se ha ido desarrollando a partir de las conversaciones que hemos estado teniendo durante estos últimos cinco años en que he estado prestando mi servicio como su Arzobispo.
Me faltan palabras para decirles lo inspiradores y vivificantes que estos cinco años han sido para mí, cuánto ha significado para mí el orar con ustedes, el rendirle culto a Dios en su compañía, el escuchar sus historias y conocer a sus familias. ¡La fe en Jesucristo está tan viva, es tan rica y fructífera en ustedes! Me conmueven su gozoso amor a Dios, los sacrificios diarios que hacen; su generoso espíritu y su arduo trabajo; su devota entrega a sus hijos, esposos, padres y abuelos; sus obras de caridad y su compromiso con la construcción de nuestra sociedad.
He tenido presentes las imágenes de sus rostros en mi mente al estar escribiendo estas páginas. He estado pensando en las historias que han compartido conmigo, en sus alegrías y sus penas, en sus preocupaciones y esperanzas.
Esto me recuerda las palabras de la Madre Luisita, la Venerable María Luisa Josefa del Santísimo Sacramento: “Has nacido para cosas más grandes”, decía ella.
Cité esas palabras en mi primera homilía aquí en Los Ángeles. La Madre Luisita fue la primera santa local de la que tuve conocimiento cuando llegué aquí y siento una fuerte conexión espiritual con ella. Fue una mexicana que luchó contra la persecución religiosa más violenta jamás sufrida en el continente americano; fue una refugiada y una sierva de los pobres; una maestra y una enfermera; una esposa y una viuda, y más tarde, una contemplativa consagrada y la fundadora de las Carmelitas del Sagrado Corazón de Los Ángeles.
En mi primera homilía dije esto:
“La Venerable Madre Luisita le decía a todo el mundo: ‘¡Naciste para cosas más grandes!’ ¡Así es, amigos míos! Esa es la buena nueva que estamos llamados a proclamar a nuestra ciudad, a nuestro país, a través de este continente y a todo el mundo. ¡Hemos nacido para cosas más grandes! Cada uno de nosotros ha sido hecho para el amor y para cosas grandes y hermosas. ¡No hay alma a la que Dios no quiera tocar con este mensaje de su amor! Y quiere tocar a esas almas a través de nosotros. Entonces, hagamos de nuestras vidas algo hermoso que podamos ofrecerle a Dios. Hagamos todo, incluso los más pequeños deberes de nuestro día, por amor a él y por amor a nuestros hermanos y hermanas”.
Mis queridos hermanos y hermanas, ¡eso sigue siendo todavía “lo importante”! Eso sigue siendo lo principal de todo, el programa esencial para vivir nuestra vida cristiana en una sociedad secular. ¡Dios nos creó para cosas más grandes! Él nos creó para la santidad, para ser hombres y mujeres santos que vivan como hijos de Dios, a imagen de Jesucristo.
7. Esta es la razón de ser de esta carta. Estoy convencido de que en estos momentos es urgente redescubrir estas “cosas más grandes” para las cuales nacimos.
En una sociedad en la que la realidad de Dios y el significado de la persona están ahora siendo cuestionadas, tenemos que reclamar y re-proponer la imagen de la persona humana que encontramos en el corazón del Evangelio.
Sólo Jesucristo sabe quiénes somos y él es el único maestro sobre la vida. Sólo él nos muestra la manera de vivir para llevar una vida verdaderamente humana. Como dice el Evangelio, Jesús “no necesitaba que nadie le informara acerca de la naturaleza humana porque él mismo la conocía bien” .
Escribo para compartir mi esperanza con ustedes. Los animo a leer estas páginas lentamente y en espíritu de oración. Poco a poco. En ese espíritu es en el que he tratado de escribir, basándome en mi oración y en mis reflexiones sobre la sabiduría de los santos, sobre el rico tesoro que tenemos en el Catecismo de la Iglesia Católica y en las enseñanzas de nuestros Papas recientes.
Lo que ofrezco aquí es simplemente una serie de reflexiones acerca de lo que nos revela la Encarnación de Nuestro Señor acerca de nuestra naturaleza humana y de la gran dignidad y posibilidades de nuestras vidas. Sobre el deseo que Dios tiene de nuestra felicidad.
El designio amoroso de Dios se aplica a todos nosotros, sin importar cuál sea su estado en la vida o su posición dentro de la Iglesia. ¡Estas son las cosas más grandes, los dones superiores que Dios tiene preparados para ustedes, para mí y para toda persona!
Y le pido a Dios que esta carta nos pueda ayudar un poco a todos a encontrar a Dios, a conocerlo y a amarlo más, y a extender su amor a todos los rincones de la tierra.
Dios está urgido por el amor:
Por qué fue creado el mundo y por qué fuimos hechos nosotros
8. Toda la religión cristiana se reduce a una sola verdad. Creemos en un Dios personal que quiere compartir su vida con nosotros, en un Dios que viene a buscarnos, que nos llama a buscarlo a él y que nos ayuda a encontrarlo.
La fe cristiana es la respuesta personal que le damos al Dios que se ha humillado a sí mismo para asumir la carne humana, que ha nacido del seno de una madre y ha sido criado en una familia humana, que ha trabajado con manos humanas y ha compartido todas las alegrías y tristezas de la vida humana, incluso hasta el extremo del sufrimiento físico y emocional y de la muerte.
La pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Por qué el Dios eterno y Todopoderoso habría de llegar a tales extremos, de vaciarse a sí mismo y de hacerse totalmente disponible y vulnerable, de exponerse así, como un niño indefenso? ¿Por qué se dejó entregar para soportar el rechazo y la violencia a manos de las criaturas que él mismo creó? ¿Qué es lo que podría hacer que Dios hiciera eso?
Este es el misterio del amor divino. Ninguna otra explicación puede darle sentido a esa conducta. Su amor es tan imposible de imaginar que algunos santos han descrito a Dios como un pretendiente divino que está locamente enamorado de nosotros. La Biblia, de hecho, usa una imagen similar, describiendo el amor de Dios por nosotros como el amor de un Esposo por su amada.
Santa Catalina de Siena estaba tan asombrada por el amor de Dios hacia ella que se vio inspirada a pronunciar esta oración: “Te ves urgido de amor hacia ella, porque por amor la has creado, por amor le has dado un ser capaz de saborear tu eterna bondad” .
El amor es el motivo por el cual Dios creó el mundo. ¡El mundo fue hecho para la gloria de Dios; el mundo fue hecho por amor! Lo que Dios hace, lo ama y se deleita en ello, y toda la naturaleza es como un libro a través del cual Dios revela su amor por nosotros.
Santo Tomás de Aquino dijo: “Las criaturas entraron a la existencia cuando la Llave del Amor abrió su mano”. Y el Papa Francisco nos dice: “Todo el universo material nos habla del amor de Dios, de su infinito afecto por nosotros” .
Y el amor es el motivo por el cual Dios nos crea a cada uno de nosotros. No fuimos hechos como miembros anónimos de la raza humana. A cada uno de nosotros, el Dios vivo continúa dirigiéndonos palabras de amor, así como le dijo a los profetas: “Yo los he amado con un amor eterno”.
Nuestro hogar común:
Somos administradores y sacerdotes de la creación de Dios
9. En las primeras páginas del primer libro de la Biblia, Dios es descrito como una especie de rey cósmico, el Señor todopoderoso del universo. Él habla y, de la nada, el mundo empieza a existir. Él crea el mundo como su reino y su templo, como el lugar en el que puede morar su santa presencia, un lugar en el que él puede gobernar y recibir un culto de amor.
Al final de su obra creadora, Dios crea al hombre y a la mujer y los coloca en medio de su creación como sacerdotes y reyes, llamándolos a participar en su propia obra de creación, en su proyecto de hacer del mundo su templo y su reino.
A los hombres y a las mujeres se les da un programa de largo alcance: “cultivar y cuidar” el jardín de la creación, “ser fructíferos y multiplicarse, llenar la tierra y someterla” y tener “dominio” sobre las criaturas del mundo.
Como cristianos, sabemos que gobernar significa servir. Estamos llamados a gobernar la creación con santidad y justicia. Sabemos, como dice el salmista, que “la tierra y todo lo que contiene, el mundo y los que habitan en ella, son del Señor”. Sabemos que tenemos el deber de proteger la creación de Dios, esa creación que el Papa Francisco llama nuestro “hogar común”.
Somos los administradores de la creación, no sus amos. Y sabemos que en el plan de Dios, las cosas buenas de esta tierra son para todos y no sólo para unos pocos. Ésta es la base de nuestro trabajo a favor de la justicia y de una economía basada en la lógica del compartir, de la solidaridad y del servicio amoroso a los demás.
A través de nuestro trabajo, Dios nos propone imitar su propio trabajo creativo, usar nuestros talentos para desarrollar y transformar los bienes del mundo natural. Estamos hechos para ser “co-creadores” y “compañeros de trabajo” de Dios, ayudando a crecer a la familia humana al traer hijos al mundo, extendiendo su reino hasta los confines de la tierra y construyendo un mundo de justicia y de santidad en el cual el Creador sea glorificado.
Las palabras usadas para describir el trabajo de Adán en el Jardín del Edén —cultivarlo y cuidarlo— son usadas en otros lugares del Antiguo Testamento para describir el servicio que los sacerdotes de Israel realizaban en el Templo. Esto apunta a lo que considero que es el carácter más profundo de nuestra identidad humana como hijos de Dios.
En el plan de Dios para la creación, la persona humana está dotada de un “alma sacerdotal” y de una vocación sacerdotal. Hablaré de esto nuevamente al final de esta carta, pero quiero decir aquí que para mí esta es una de las verdades más hermosas acerca de quiénes somos.
Estamos destinados a ser sacerdotes de la creación de Dios, administradores y mediadores entre Dios y el mundo que él creó. Le rendimos culto a Dios a través de nuestro trabajo, ofreciéndole a nuestro Creador las cosas buenas que Él nos da en un sacrificio de alabanza y de acción de gracias.
Un poco inferior a Dios:
Somos salvados por el Hijo del Hombre
10. De principio a fin, las Sagradas Escrituras testifican que la persona humana es la “obra maestra” de Dios, su obra más grandiosa. En la poesía de los Salmos, oímos el sentimiento de asombro suscitado por el lugar que la humanidad ocupa dentro de la creación:
Cuando miro el cielo, obra de tus manos,
La luna y las estrellas que tú creaste,
pienso: ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes?,
¿ese pobre ser humano, para que de él te preocupes?
Sin embargo, lo has hecho un poco inferior que Dios,
lo coronaste de gloria y esplendor;
le has dado dominio sobre las obras de tus manos,
Has puesto todo bajo sus pies...
Al enviar a su propio Hijo al mundo, Dios cumple las “instrucciones paternales” que empezó desde el momento de la creación. La Encarnación de Jesucristo revela, de una vez por todas, la santidad, dignidad y grandeza de la vocación de la persona humana.
Esto es algo que nunca reflexionaremos lo suficiente. Adoramos a un Dios que nos ama tanto que entró en el mundo como cualquiera de nosotros, en el seno de una madre, y que experimentó todas las humildes realidades de nuestra existencia humana: el nacimiento, la infancia, la familia, el trabajo, la amistad.
En este sentido, el cristianismo es único entre las demás religiones del mundo. Ninguna otra religión del mundo hace memoria del tiempo en el que su fundador era un niño en el seno materno. A diferencia de ello, nuestros textos sagrados recuerdan la concepción de nuestro Salvador, las circunstancias de su nacimiento e incluso algunos acontecimientos de su infancia. Año tras año, volvemos a narrar estas historias en nuestras ceremonias de culto y contemplamos estos misterios en nuestra oración.
En nuestra confesión de la fe encontramos todo esto, reunido en un solo lugar. Recordamos la concepción y el nacimiento de Nuestro Señor, incluso el nombre de su madre. Y, lo que es más importante, recordamos la razón por la cual asumió carne humana: “Por nosotros, los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen y se hizo hombre”.
El Credo Niceno resume la “pedagogía divina” de la historia de la salvación. Dios amó tanto al mundo que le envió a su Hijo único para que se convirtiera en ser humano y salvara a toda la humanidad, para que salvara a todo hombre y a toda mujer de todo tiempo y de todo lugar. Y nos salva santificando las humildes realidades de nuestra vida humana.
Con la venida de Jesús, las cosas de la naturaleza y de la vida “ordinaria” son transfiguradas. El mundo se vuelve, de alguna manera, “sacramental”, se vuelve un signo y un sendero que nos lleva a la presencia de Dios.
Lo vemos en la naturaleza física de los sacramentos de la Iglesia. El agua nos confiere un nuevo nacimiento como hijos de Dios. El pan y el vino nos llevan a la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El aceite comunica el toque sanador de Dios a nuestras vidas. Incluso las palabras humanas están ahora llenas de un poder divino, cuando son pronunciadas por hombres consagrados a nuestro Dios como sacerdotes: Esto es mi Cuerpo. Yo te absuelvo de tus pecados.
Nuestras vidas se vuelven diferentes también. Podemos ahora participar, a través de nuestras vidas ordinarias en lo que es verdaderamente “extraordinario”: en la vida de Dios.
Nada puede contener tu grandeza:
Nacemos humanos, para renacer divinos
11. Nuestra humanidad fue creada para participar de su divinidad. Dios baja a buscarnos para elevarnos y llegar a compartir su vida misma.
La gran mística medieval, Santa Ángela de Foligno, le llamó a esto “el más sublime misterio”. En una ocasión, ella oró así: “¡Oh, mi Dios, hazme digna de conocer el más sublime misterio... el de tu santísima Encarnación! .... ¡Oh incomprensible amor! No hay mayor amor que este amor que trajo a mi Dios a ser hombre para hacerme Dios” .
Jesús se hizo hombre para que nosotros pudiéramos llegar a ser Dios. Esto no es una afirmación abstracta de la teología. Es el destino y el significado de la vida de ustedes y de la mía. Todo lo que conforma nuestra vida cotidiana —nuestro trabajo y nuestro estudio, nuestros amores, nuestra vida familiar, nuestras obras de caridad, incluso nuestros momentos de relajación— todo está hecho para transfigurarse en la luz de Cristo.
Así como el pan y el vino que ofrecemos en la Eucaristía se transforman en su Cuerpo y Sangre, así nuestras vidas están destinadas a ser transformadas en la imagen del Dios viviente.
En cada celebración de la Eucaristía, el sacerdote ora para que este propósito divino pueda cumplirse. Normalmente no escuchamos esta oración. El sacerdote ora en silencio mientras mezcla el agua y el vino, preparando los dones eucarísticos. Sin embargo, él ora por todos nosotros diciendo: “Haz, Señor, que por el misterio de esta agua y de este vino participemos de la divinidad de aquél que quiso compartir nuestra humanidad”.
Esta oración hace memoria del primero de los signos de Cristo, cuando convirtió el agua en vino en Caná. Se origina también en una antigua oración que los primeros cristianos solían rezar durante la liturgia de Navidad:
Oh Dios,
Que creaste maravillosamente la dignidad de la naturaleza humana
y, más maravillosamente, la renovaste,
concédenos, te rogamos,
que participemos de la divinidad
de quien se humilló para hacerse partícipe de nuestra humanidad,
Cristo, tu Hijo.
12. ¡Estamos hablando de un misterio muy hermoso! ¡Nuestras vidas son maravillosas a los ojos de Dios! ¡Nuestras vidas son un camino hacia Dios, un camino que él elige caminar a nuestro lado! Los primeros cristianos recibieron con gran alegría estas promesas de la Encarnación de Cristo. Y nosotros también deberíamos hacerlo.
San Pedro, maravillado, habla de cómo Cristo nos diviniza o deifica, permitiéndonos llegar a ser “partícipes de la naturaleza divina”. San Juan se queda asombrado de que somos hijos espirituales de Dios: “¡Amados míos, ahora somos hijos de Dios! Todavía no se ha revelado lo que seremos. Sabemos que cuando se revele, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.
San Pablo proclama que el cristianismo es la única religión verdadera de la transformación humana. Los cristianos están “llamados a ser santos”, dice, y destinados a participar en la santidad del mismo Dios: “Todos nosotros, miraremos, cara a cara, la gloria del Señor, y seremos transformados en su misma imagen, de gloria en gloria” .
Este sentimiento de admiración y de asombro se ha perpetuado a través de la tradición cristiana.
En el siglo IV, San Gregorio, Obispo de Niza, escribió estas tremendas palabras: “Oh hombre, ¡no desprecies lo que es admirable en ti! Tú eres poca cosa a tus propios ojos, ¡pero yo te quiero enseñar que en realidad eres una gran cosa! ... ¡Date cuenta de lo que eres! ¡Considera tu dignidad real! Los cielos no han sido hechos a imagen de Dios como tú lo has sido; ni la luna, ni el sol, ni nada de lo que se puede ver en la creación. …Date cuenta de que, de todo lo que existe, no hay nada que pueda contener tu grandeza” ..
Imago Dei:
Fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios
13. ¡Nada puede contener nuestra grandeza! ¡Qué afirmación tan impresionante! Los primeros discípulos vivieron su identidad cristiana y proclamaron su fe con este abrumador sentimiento de asombro. ¡Y nosotros también deberíamos hacerlo, hermanos y hermanas míos! Es tiempo de que todos nosotros, quienes formamos parte de la Iglesia —obispos, sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados, religiosos y laicos— seamos vivificados por un nuevo sentimiento de asombro ante nuestra grandeza a los ojos de Dios.
Debemos aprender de nuevo a percibir lo que los santos pueden ver con claridad: que la persona humana es algo maravilloso en el universo. Ustedes y yo somos la obra maestra de Dios, cada uno de nosotros fue hecho a su imagen como una unidad de cuerpo y alma, dotado de razón y libre albedrío, y con la vocación de imitar a Dios y de compartir su obra divina, sirviendo y gobernando a su creación.
¡Estamos hechos a imagen del Señor de la historia, del Autor de la Vida, del Creador del cielo y de la tierra! Dios es Amor y, por lo tanto, estamos hechos a imagen del amor. Siempre he apreciado la descripción que el poeta Dante hace de Dios como “el amor que mueve el sol y las demás estrellas” .
Los designios de la naturaleza nos hablan del amor y de la verdad de Dios; y nuestra existencia es parte del plan de bondad amorosa de Dios. La persona humana es excepcional, no somos meramente una criatura más en la creación de Dios. No somos sólo algo, somos alguien.
La persona humana es la única entre todas las demás criaturas terrenales, que puede construir computadoras, volar al espacio exterior y descubrir el funcionamiento interno del cuerpo y de la mente humanos. La persona humana es la única entre las demás criaturas que puede escribir canciones y poemas, crear pinturas y sinfonías. Y, en el universo material, sólo la persona humana puede amar, sacrificarse y darle culto de adoración a su Creador.
Estamos hechos a imagen del Dios de toda la creación. Todo el universo fue hecho para nosotros, y en toda la creación, somos la única criatura con la que Dios quiere compartir su propia vida.Esta es nuestra grandeza.
Nuevamente percibimos un tono de asombro en este pasaje de San Ambrosio, en el cual él medita acerca de la meta de la obra creadora de Dios: “Terminó el sexto día y la creación del mundo acabó con la formación de esa obra maestra que es el hombre, que ejerce dominio sobre todas las criaturas vivientes y es, por así decirlo, la corona del universo y la belleza suprema de todo ser creado. ...Él descansó entonces en las profundidades del hombre, descansó en la mente del hombre y en sus pensamientos; después de todo, había creado al hombre dotado de razón, capaz de imitarlo, de emular su virtud, de tener hambre de gracias celestiales... Le doy gracias al Señor nuestro Dios, que ha creado una obra tan maravillosa para descansar en ella”.
Recuerda tu dignidad:
Somos pecadores, llamados a ser santos
14. Estamos hechos a imagen de Dios, pero por supuesto también sabemos que somos pecadores. También encontramos esta sabiduría en las primeras páginas de las Escrituras. Como podemos leer allí, no mucho después de su creación, el primer hombre y la primera mujer se alejaron de la amistad de Dios. Todavía estamos viviendo hoy las consecuencias de su pecado original.
Sabemos por experiencia personal, por nuestras propias fallas y debilidades, y por lo que leemos en las noticias, que el pecado es algo real. Alguien dijo alguna vez que el pecado original es la única doctrina cristiana que puede ser probada a partir de la evidencia de la vida cotidiana. Lamentablemente, eso es cierto.
Fuimos creados con razón y libertad, diseñados para buscar a Dios y lo que es bueno. Estamos llamados a buscar conocerlo a él, a amarlo y a servirlo. Pero también somos libres para rechazar a Dios, para apartarnos de él y hacer el mal. Esto es el pecado.
El pecado es el amor desordenado, que elige amar las cosas equivocadas y formar lazos perjudiciales, que se originan en nuestro egoísmo. El pecado empieza con la negativa a confiar en la bondad de Dios, con la negativa a seguir lo que su voluntad indica para nuestras vidas. El pecado nos vuelve difícil amarnos a nosotros mismos y nos dificulta amar a los demás y a Dios. El pecado desfigura la imagen de Dios en nosotros, ya que elegimos amarnos a nosotros mismos y amar las cosas de este mundo creado más que al Dios que las crea y las sostiene a todas ellas.
San Pablo describe el pecado como un amor que se centra en uno mismo y se expresa en una especie de falsa adoración o idolatría: “Ellos intercambiaron la verdad de Dios por una mentira y reverenciaron y adoraron a la criatura antes que al Creador, que es bendito por los siglos” .
Pero el pecado no tiene la última palabra en nuestras vidas. Dios no abandona a la raza humana al pecado. Jesucristo entra en la historia humana como la perfecta “imagen del Dios invisible” y del “hombre nuevo”. Él nos libera del pecado y restaura nuestra capacidad humana de Dios y nuestra capacidad de cumplir las intenciones que Dios tiene para nuestras vidas.
La venida de Jesús eleva nuestra humanidad a algo aún mejor: hace posible para nosotros el llegar a ser hombres y mujeres nuevos, renovados a imagen de nuestro Creador, capaces de conformar nuestras vidas con la vida de Cristo, y de imitar al Hijo, de manera que Jesús sea el primogénito en un mundo lleno de hermanos y hermanas suyos.
Esta es la promesa que Dios nos hace en Jesús. Podemos trascender nuestra naturaleza pecaminosa. En Cristo, podemos amar con un amor que sobrepasa las divisiones causadas por el pecado. Podemos amarnos a nosotros mismos como Dios nos ama y amar a los demás como Dios los ama. Cada uno de nosotros puede ser “otro Cristo”. Al seguir a Jesús, al vivir según sus enseñanzas y al nutrirnos de los sacramentos de su Iglesia, podemos vivir libres de la idolatría del pecado, podemos crecer en santidad y conformarnos cada vez más a la imagen divina según la cual fuimos hechos.
15. ¡Gracias a Dios por su tierna misericordia, que él nos muestra en el rostro de Jesucristo! Aunque somos pecadores, él nos ha mostrado su amor por nosotros, mirándonos con su misericordia, muriendo por nosotros en la Cruz, y llamándonos a una nueva vida de continua conversión.
Estoy pensando ahora en el conmovedor lema episcopal del Papa Francisco, Miserando atque eligendo, (“Viéndolo con misericordia, lo eligió”). El Papa sabe que la vida realmente comienza cuando nos encontramos con la misericordia de Dios, cuando respondemos al amor incondicional del Señor y seguimos el camino que ha establecido para nuestra vida.
Todos los días deberíamos vivir conscientes de nuestra nobleza dada por Dios, nobleza de hombres y mujeres hechos a imagen de Dios. ¡Pero también deberíamos vivir todos los días con una profunda humildad y gratitud, sin olvidar nunca dónde estaríamos sin la misericordia de Dios!
El gran Papa San León escribió: “¡Cristiano, recuerda tu dignidad! Y ahora que compartes la propia naturaleza de Dios, no regreses por el pecado a tu antigua condición inicial” .
Una cosa hermosa:
Estamos hechos de cuerpo y alma, y somos hombres o mujeres
16. En los escritos de los profetas, Dios es descrito como una especie de artesano divino que nos moldea y nos conforma, como un artista que hace una pintura o una escultura. Esta es la manera en la que debemos pensar acerca de nosotros mismos. Ustedes son la obra de arte de Dios. Yo también lo soy. Y también lo es cada persona con la que nos encontramos.
Cuando era joven, recuerdo haber escuchado una meditación sobre las palabras de Isaías: “Sin embargo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro y tú eres nuestro alfarero; somos, completamente, obra de tus manos”. Y recuerdo haber sentido, quizás por primera vez, mi gran dignidad de hijo de Dios. Fue realmente maravilloso darme cuenta de que Dios está personalmente involucrado en crearme.
Dios nos modela con un cuerpo material y con un alma inmortal, y nos hace ya sea hombres, ya sea mujeres. Así como Dios moldeó al primer hombre del polvo de la tierra e inspiró en él el aliento de vida, así nosotros recibimos nuestros cuerpos materiales de nuestros padres, y Dios forma nuestras almas espirituales inmediatamente, en el momento de nuestra concepción en el seno de nuestra madre.
Nuestros cuerpos perecerán al final de nuestras vidas, volveremos al polvo, pero nuestra alma es espiritual e inmortal. Separados en la muerte, nuestra alma y nuestro cuerpo se reunirán nuevamente en el juicio final y en la resurrección.
En el plan de Dios, quiénes somos como personas —nuestro “yo”, nuestra “identidad”— es un todo integrado, una unidad de cuerpo y alma. No podemos imaginarnos separados de nuestros cuerpos.
No somos almas que habitan cuerpos, como lo haría un “fantasma” que habitara dentro de una máquina. Nuestro cuerpo no es una “concha”, ni un “juguete”, ni tampoco un instrumento destinado sólo a darnos placer. Y no podemos pensar en nuestro cuerpo como en una especie de “accidente” de nuestro nacimiento, algo que somos libres de manipular o de cambiar de acuerdo a nuestros deseos y elecciones personales.
Como imagen de Dios y como cristianos bautizados, deberíamos pensar en nuestro cuerpo como en un templo, en una morada del Dios vivo. Como dijo San Pablo: “¿No saben que su cuerpo es un templo del Espíritu Santo que habita dentro de ustedes?”. Estamos llamados a cuidar de nuestros cuerpos y a glorificar a Dios, que habita en nuestros cuerpos. Nuevamente citamos a San Pablo: “El cuerpo no está destinado a usarse para la inmoralidad, sino para el Señor y el Señor para el cuerpo” .
Nuestro cuerpo es esencial para el plan de Dios en nuestras vidas. Llegamos a conocernos a nosotros mismos, nos encontramos con otras personas y formamos relaciones, aprendemos a amar en nuestros cuerpos y a través de nuestros cuerpos. Nuestra sexualidad, dada a nosotros por Dios, afecta cada una de las dimensiones de nuestra vida y de nuestra personalidad, física y biológica, espiritual y psicológica, moral y social.
El hecho de que nazcamos como hombre o como mujer es algo fundamental dentro del misterio de nuestra vida individual y dentro del plan de Dios para nuestras vidas. Como el Papa Francisco lo ha enseñado con tanta sensibilidad, para vivir en la verdad del plan de Dios para nuestras vidas se requiere que recibamos de nuestro Creador, con gratitud, nuestra identidad corporal y sexual.
El Papa escribe: “La aceptación de nuestros cuerpos como un don de Dios es vital para acoger y aceptar el mundo entero como un don del Padre y como nuestro hogar común... Además, valorar el propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesario si he de ser capaz de reconocerme a mí mismo en un encuentro con alguien que es diferente. De este modo podemos aceptar con gozo los dones específicos de otro hombre u otra mujer, obra de Dios Creador, y encontrar un enriquecimiento mutuo.
Más sobre nuestro sublime creador:
El hombre y la mujer están hechos el uno para el otro y fueron hechos para dar la vida
17. De acuerdo al plan de la creación de Dios, los cuerpos de los hombres y las mujeres fueron hechos de manera diferente para complementarse y completarse el uno al otro. Hay un carácter “esponsal” o “nupcial” en el cuerpo, como solía decir San Juan Pablo II. El hombre y la mujer son creados para la comunión, hechos para unirse como “una sola carne” en el acto de amor conyugal, siempre en el contexto de la unión sagrada del matrimonio.
En el plan de Dios, hay algo sagrado, algo maravilloso e insustituible acerca de la relación permanente y generadora de vida entre el hombre y la mujer en el matrimonio.
Jesús declaró que el matrimonio existió en el plan de Dios “desde el principio”. Dios es el autor de todo matrimonio y él le da a cada matrimonio una vocación: vivir su amor, hasta que la muerte los separe, en un don mutuo y completo de sí mismos y renovar la faz de la tierra con sus hijos, que son el fruto de su amor y del precioso amor de nuestro Creador.
Dios quiere que las nuevas vidas humanas entren en la existencia a través de la unión amorosa del esposo y de la esposa. A través de la unión matrimonial de sus cuerpos, marido y mujer participan del propio poder de Dios, creando con él hijos e hijas que también llevan la imagen de Dios. Esta comprensión del plan de Dios para la creación y para la felicidad humana es el fundamento de las enseñanzas de la Iglesia para toda una gama de cuestiones relacionadas con el matrimonio y con la sexualidad.
Nuevamente nos sorprendemos de la humildad de Dios y de la responsabilidad que él nos confía: ser sus compañeros, sus co-creadores. ¡Estamos hechos para cosas más grandes! Al principio de la creación, escuchamos la oración de asombro de la primera madre: “¡He engendrado un hijo varón con la ayuda del Señor!”.
Siempre noto esta misma asombrada reacción cuando reflexiono sobre estas palabras de la Sierva de Dios, Dorothy Day. Después del nacimiento de su hija, escribió: “Yo estaba sumamente feliz. Si hubiera escrito el libro más grandioso, compuesto la más maravillosa sinfonía, pintado el más bello cuadro o tallado la figura más exquisita, no podría haberme sentido en mayor medida como una creadora notable, que cuando colocaron a mi hija en mis brazos. Pensar que este ser de gran belleza... había salido de mi carne, era mi propia hija… ¡Era tal el sentimiento de felicidad y alegría que me colmaba, que tenía un fuerte deseo de encontrar a Alguien a quien agradecérselo, a quien amar e incluso adorar por el bien tan grande que se me había concedido!” .
Éste es el proyecto que Dios tiene al crear a la persona humana a su imagen como hombre y mujer. Él llama a los hombres y a las mujeres a tener parte, a través de la unión de sus cuerpos en el matrimonio, de su propia divinidad y de su obra de creación. La familia humana, nacida de la unión del marido y la mujer, es el fundamento de la sociedad humana. Toda sociedad, en esencia, es una “familia de familias”.
18. En nuestra sociedad, necesitamos redescubrir el auténtico significado del matrimonio. Pero creo que también es importante que redescubramos el auténtico significado de la amistad. La verdadera amistad es un compañerismo espiritual, una comunión de la voluntad y de la mente que está arraigada en un amor desinteresado y altruista por el otro.
En la vida de los santos, podemos ver las hermosas posibilidades que hay para nuestras relaciones humanas. Podemos aprender tanto al meditar sobre las amistades de los santos, por ejemplo, la amistad de los santos Francisco y Clara de Asís, de los santos Francisco de Sales y Juana Francisca de Chantal, de las santas Perpetua y Felícitas, de los santos Basilio y Gregorio Nacianceno.
San Gregorio dijo de su amistad con San Basilio: “Parecía como si tuviéramos un alma en dos cuerpos” . Y esto es lo que todos podemos esperar en nuestras relaciones con personas del mismo sexo o del sexo opuesto. Una amistad íntima como ésa es también la promesa que deben esforzarse por lograr los esposos y esposas en sus relaciones maritales.
Y sabemos, por supuesto, que nuestras relaciones aquí en la tierra están destinadas a ser purificadas y transfiguradas para reflejar la amistad con Jesucristo y prepararnos para ella. “Ya no los llamo siervos, sino amigos”, nos dice Jesús a cada uno de nosotros.
El Cuerpo místico:
Estamos unidos a toda la humanidad y somos responsables unos de otros
19. Al venir al mundo y tomar un cuerpo humano y, nuevamente, al sufrir en su carne y sangre en la Cruz, Jesucristo se unió de alguna manera con toda la humanidad y con cada persona. Nuestras vidas están ahora unidas en una sola, en el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.
En su Cuerpo Místico, estamos conectados no sólo con nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia. De una manera misteriosa pero real, estamos también conectados a todo hombre y a toda mujer. San Agustín habló con asombro acerca de cómo toda la raza humana fue reunida en “un solo hombre” en lo que él llamó “el Cristo total”.
Agustín escribió: “Nuestro Señor Jesucristo, como un hombre completo y perfecto, es conformado por cabeza y cuerpo... Su Cuerpo es la Iglesia, no solamente la Iglesia que está aquí en este lugar particular, sino tanto la Iglesia que está aquí como la Iglesia que se extiende sobre toda la tierra; no sólo la Iglesia que está viva hoy, sino toda la raza de los santos, desde Abel hasta todos los que nacerán y creerán en Cristo hasta el fin del mundo. Porque todos pertenecen a una ciudad. Esta ciudad es el Cuerpo de Cristo... Este es el Cristo total: Cristo unido a la Iglesia”
Compartimos así una sola existencia en Cristo. Y eso significa que en cada persona tenemos un encuentro con Jesucristo. Toda persona que conocemos refleja su presencia. Jesús lleva aún más lejos nuestra comunión mística en su Cuerpo. En su gran parábola del Juicio Final, en el Evangelio de San Mateo, él llama a todos a reconocer su presencia en cada hombre y en cada mujer, pero especialmente en los débiles y vulnerables: en los hambrientos y sedientos, en los inmigrantes y refugiados, en los desnudos, los enfermos y los encarcelados.
Jesús llega hasta decirnos que nuestro amor a Dios será juzgado en base a nuestro amor por él en el cuerpo de aquellos hermanos y hermanas que son más gravosos para nosotros y más vilipendiados por nuestra sociedad. “Lo que hicieron con el más pequeño de éstos, mis hermanos, conmigo lo hicieron”, dijo él.
Este es un llamado a la conciencia de cada uno de nosotros, los que formamos parte de la Iglesia. El testimonio de Jesús y de los apóstoles es inconfundible: no podemos afirmar que amamos al Dios que no vemos, si no amamos al prójimo que vemos.
Los santos comparan la presencia de Nuestro Señor en los pobres, a su presencia en la Eucaristía. En cierto modo, no podemos tocar el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía si no lo percibimos también en el cuerpo de aquellos que se nos acercan en su sufrimiento.
San Juan Crisóstomo dijo: “¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo ignores cuando está desnudo. No lo honres en el templo, revestido de seda, para luego olvidarlo afuera donde sufre frío y desnudez. El que dijo: ‘Este es mi cuerpo’ es el mismo que dijo... ‘Cualquier cosa que hicieres al más pequeño de mis hermanos, conmigo lo has hecho’.
La Santa Madre Teresa de Calcuta, una de las muchas santas que pasaron por Los Ángeles y sembraron la semilla de su ministerio aquí, solía decir que ella tocaba el Cuerpo de Cristo a lo largo de todo el día. Primero en la Eucaristía y luego en los cuerpos de los pobres y despreciados a quienes ella servía.
“Nuestras vidas están entretejidas con Jesús en la Eucaristía”, decía ella. “En la Santa Comunión tenemos a Cristo bajo la apariencia de pan; en nuestro trabajo lo encontramos bajo la apariencia de carne y sangre. Es el mismo Cristo. ‘Tenía hambre, estaba desnudo, estaba enfermo, estaba sin hogar’” .
Para cambiar nuestro cuerpo corruptible:
Estamos hechos para la resurrección del cuerpo
20. Hemos sido comprados con el precio del sufrimiento y la muerte de Jesucristo, que en la Cruz llevó en su cuerpo nuestros pecados. Ahora, en la Eucaristía, él nos da su propio Cuerpo y Sangre para que sean nuestra comida, nuestra fuente de vida, y para que nos reúnan en su Cuerpo Místico.
En la transformación del pan y del vino que tiene lugar en el altar, empezamos a comprender el gran destino que Dios tiene pensado para nuestros cuerpos en su plan de amor.
En los primeros años de la Iglesia, San Ireneo escribió: “Así como el pan que viene de la tierra, después de que la bendición de Dios ha sido invocada sobre él, deja de ser pan ordinario y pasa a ser Eucaristía, formada de dos cosas, una terrenal y otra celestial; así también nuestros cuerpos, cuando participan de la Eucaristía ya no son corruptibles sino que poseen la esperanza de la resurrección”.
Esta es la gloriosa verdad que nos dice quiénes somos como criaturas, formadas de cuerpo y alma, nacidas como hombre o mujer. Estamos destinados a encontrarnos con Dios en nuestros cuerpos, que serán resucitados y glorificados como lo fue el de Cristo.
El profeta Job dijo: “Yo sé que mi Redentor vive”. Y, “en mi carne veré a Dios”. Y nosotros también lo veremos en nuestra carne. Resucitaremos, en cuerpo y alma, y nos dirigiremos al Señor, y cuando nos encontremos con él, él "cambiará nuestro cuerpo corruptible en un cuerpo glorioso, como el suyo”. Estamos hechos para la resurrección del cuerpo.
Estamos destinados para el amor:
Dios conoce nuestro nombre y tiene un plan para nuestras vidas
21. Al principio de su carta a los Efesios, San Pablo hace una oración asombrosa. Podría considerarse el resumen de todo lo que espero compartir con ustedes en esta carta.
Pablo ora diciendo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos puesto que nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para que seamos santos e inmaculados en su presencia. Por su amor, él nos eligió de antemano para que seamos sus hijos adoptivos en Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de su gloria y de su gracia que él nos otorgó libremente en el Amado” .
Es maravilloso reflexionar en lo que esta oración significa. Antes de la creación del mundo, antes de que el mundo empezara a existir, cuando la tierra aun no tenía forma y era un vacío, cuando la oscuridad todavía prevalecía en la faz del abismo, ya entonces, Dios sabía el nombre de ustedes y el mío y él ya tenía un plan para nuestras vidas.
¡Hemos sido elegidos y amados desde toda la eternidad, desde antes de que el mundo fuera creado! El Dios que creó el sol y la luna, las estrellas y todos los planetas, este Dios quería que ustedes nacieran, que yo naciera, y que nacieran todos los demás seres humanos.
Esta verdad nos invita nuevamente a la adoración y al asombro. El Papa Emérito Benedicto XVI expresó este asombro suyo durante su Misa inaugural: “No somos un producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el resultado de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno de nosotros es amado, cada uno de nosotros es necesario” .
22. A veces pienso que ésta es una de las verdades cristianas más difíciles de aceptar. El universo es tan vasto, ¿cómo puede saber Dios quién soy y preocuparse por mí? ¿Cómo puede ser que yo sea alguien deseado por Dios, alguien a quien él necesita?
Con frecuencia, me encuentro con personas que están angustiadas por la injusticia en el mundo y por el sufrimiento de la gente inocente que ven a su alrededor. Ellas nos preguntan, en tono desafiante, cómo podemos afirmar que Dios es bueno y que él nos ama, cuando permite que exista tanta maldad y tanta violencia en su creación.
¡Pero es cierto! Dios es bueno y Dios sacará cosas buenas de todos los males. No hay una respuesta fácil a lo que las Escrituras llaman “el misterio de la iniquidad”. Pero sabemos que cada alma es importante para Dios, que toda vida es sagrada y preciosa para él.
En el designio de Dios para la creación, en su Providencia, ni un gorrión cae del cielo sin que él se entere. Y, como nos lo recuerda Jesús, ¡nosotros somos más valiosos que muchos gorriones! Cada cabello de cada cabeza está numerado, y cada niño o niña nace con un ángel personal para que sea su guardián y su guía.
Nuestro Padre sostiene este mundo y todas nuestras vidas en su mano amorosa. Él cuida de cada uno de nosotros y de nuestras más pequeñas necesidades.
El sufrimiento y las injusticias que experimentamos en la creación son un llamado al servicio y a la empatía. Cuando los inocentes claman a Dios en su sufrimiento, nosotros somos la respuesta que Dios provee para ellos. Estamos llamados a ser su voz compasiva, sus manos amorosas y serviciales. ¡Mientras haya cristianos en la tierra, nadie tendría que sufrir solo!
Lo que Jesús reveló, debemos seguirlo proclamando con nuestras palabras y compromisos: que este mundo es el proyecto de Dios y que, bajo su guía, la creación está en el proceso de recorrer el camino que lleva al cumplimiento de ese proyecto. En todas las cosas, Dios trabaja siempre para el bien de los que lo aman.
Tenemos que permanecer firmes en esta fe y hemos de dar testimonio de ella por medio de nuestro amor a los demás. Necesitamos creer lo que el místico inglés Julián de Norwich prometió: “Todo estará bien, y todo marchará bien, y todo tipo de cosas estará bien” .
Mi hijo amado:
Somos hijos e hijas de Dios
23. Continuando con nuestra reflexión sobre la oración de San Pablo, él nos dice que somos amados por Dios. Él nos dice que en su amor Dios nos ha destinado a ser sus hijos en Jesucristo. ¿Qué podría ser más asombroso que esto?
Por nuestro nacimiento natural, todos somos hijos de Dios, todos somos criaturas del único Creador. La imagen de Dios, la imago Dei, establece una profunda solidaridad natural entre todas las personas. Pero desde el principio, Dios destinó a la humanidad a algo más elevado: a convertirse en “hijos en el Hijo”. Dios llama a cada hombre y a cada mujer a ser atraídos a la Filiación divina de Jesucristo, y a nacer de nuevo, no por procesos naturales sino por el agua y por el Espíritu Santo. Es decir, por obra del Bautismo.
En este sacramento, el amor de Dios es derramado sobre nosotros a través de su Espíritu Santo y nuestro Padre nos dice las mismas palabras que le dijo a Jesús el día que en que fue bautizado en el río Jordán: “¡Tú eres mi hijo amado!” A la vez, nosotros podemos elevar nuestra voz a él como lo hizo Jesús, clamando, “¡Abba! Padre” .
De modo que ésta es tu verdadera identidad: ¡Eres hijo de Dios! ¡Eres hija de Dios! Jesús es tu hermano. Al haber renacido por el agua y por el Espíritu, ustedes son ahora hijos de Dios, hermanos y hermanas en su familia, que es la Iglesia.
Como todo buen padre, Dios tiene un hermoso sueño para tu vida: ¡el sueño de un Padre! Él sabe tu nombre, y tiene grandes planes para tu vida, ¡planes de amor y planes para tu gloria! Eres alguien especial para Dios, cada uno de ustedes lo es. ¡No hay nadie como tú y no hay nadie que pueda reemplazarte! Tenemos que creer esto y planear y vivir nuestras vidas en consecuencia.
No hay nada tan importante como la vida humana:
Debemos hacer que nuestra sociedad sea digna de la santidad y de la dignidad de la persona humana
24. El Evangelio de Jesucristo es la doctrina más radical en la historia de las ideas. Si todos creyeran en lo que Jesús proclamó: que Dios es nuestro Padre y que todos somos hermanos y hermanas creados a su imagen, con una dignidad dada por Dios y un destino trascendente, no puedo dejar de pensar que toda la sociedad podría transformarse de la noche a la mañana.
¡Qué diferentes serían nuestras vidas si realmente creyéramos que somos hijos e hijas amados de nuestro Creador!
¡Qué diferente sería la ciudad de Los Ángeles si todos nos levantáramos todas las mañanas, nos miráramos al espejo y dijéramos: “Soy hijo de Dios y a todo aquel que voy a encontrar en este día es mi hermano o mi hermana, uno de los hijos muy amados de Dios, y por lo tanto, digno de mi atención, de mi cuidado y de mi amor”.
Esta creencia es el fundamento de la doctrina social de la Iglesia, de nuestro rico cuerpo de enseñanzas acerca de la manera correcta de regir la sociedad y el gobierno. San Juan Pablo II dijo: “La humanidad es el camino para la Iglesia” . Cada uno de nosotros, los que formamos parte de la Iglesia, estamos llamados a trabajar para construir una sociedad que refleje los propósitos de Dios, es decir: el desarrollo de una ciudad de amor y de verdad, de solidaridad y de servicio.
En nuestros tiempos, necesitamos profundizar nuestro estudio de nuestra sociedad y de nuestra cultura. Tenemos que estudiar especialmente las implicaciones de la “globalización”, del uso de las nuevas tecnologías en los medios de comunicación y de información, de la automatización y la inteligencia artificial, y de lo que significa vivir en una sociedad cada vez más más dependiente de las “redes de comunicación”.
Sigue siendo verdad lo que el gran filósofo social de la Iglesia, el beato Antonio Rosmini, escribió en el siglo XIX: “El destino de los pueblos es sagrado y de la máxima importancia; ningún esfuerzo será demasiado grande ni habrá ninguna meditación demasiado profunda en materias en las que un solo error puede llegar a determinar la moralidad, la dignidad y la felicidad de muchas generaciones humanas... Ciertamente, es importante afirmar y clarificar las verdades de las cuales dependen la fortuna, la paz, la vida, la dignidad, la santidad de la familia y de la nación” .
25. Lo que quiero destacar es que cuando pensamos en la manera como debemos ordenar nuestra vida común, cuando pensamos acerca de los principios básicos del gobierno y de las leyes y políticas que deben regir nuestra vida, necesitamos basar nuestra reflexión en la verdad sobre la persona humana.
Nuestra economía y nuestro gobierno están destinados a servir a la persona humana, creada y amada por Dios, y hecha a imagen de Dios y para los propósitos de él. Como toda vida es amada por Dios, creemos que cada vida debe ser acogida y se le debe dar tanto la libertad de responder al llamado del Creador, como la de vivir como él nos llama a vivir.
Toda vida es preciosa y debe ser amada y protegida, desde la concepción hasta la muerte natural. Como hijos de Dios, hechos a su imagen, cada persona tiene una santidad y una dignidad que no puede ser disminuida por la enfermedad o por la discapacidad, y que no puede ser limitada por la raza, la edad, el sexo o la condición social.
Estas han sido enseñanzas básicas de la Iglesia Católica en toda época y en todo lugar.
Un antiguo maestro de la iglesia, Atenágoras, le dijo en el año 177 al Emperador Romano Marco Aurelio: “Incluso el feto en el seno materno es un ser creado y por lo tanto, objeto del cuidado de Dios”.
Casi dos milenios después, en 1980, unos cuantos días antes de ser asesinado por odio a la fe, el obispo salvadoreño, el beato Oscar Romero, proclamó lo mismo: “Nada es tan importante para la Iglesia como la vida humana, la persona humana, especialmente las vidas de los pobres y de los oprimidos... Jesús dijo que todo lo que se hace por los pobres se le hace a él”.
La humanidad será siempre el camino para la Iglesia y el camino para cada cristiano. Dios es nuestro Padre y nos llama a asumir la responsabilidad por nuestros hermanos y hermanas, por promover y proteger la vida humana, empezando por los miembros más indefensos de nuestra familia humana.
Para la Iglesia, el derecho a la vida y el derecho a la libertad religiosa serán siempre la base de cualquier sociedad justa y humana. Estos derechos no son privilegios que un gobierno puede presuponer que le es dado conceder. Sólo Dios es quien otorga estos derechos, y lo hace para que toda persona pueda cumplir con sus obligaciones de buscarlo y servirlo. Y lo que Dios otorga, nadie —ni individuo ni institución, ni tribunal ni autoridad humana— puede negárselo o quitárselo a ninguna persona.
Consideramos que estos derechos son básicos porque si el niño en el seno materno no tiene derecho a nacer, si los enfermos y los ancianos no tienen derecho a ser atendidos, entonces no hay una base sólida para defender los derechos humanos de ninguna persona y no hay ninguna base para la paz y la justicia en la sociedad. Si los hombres y las mujeres no tienen derecho a buscar su relación con Dios, si nuestra sed natural de lo infinito, de lo bello, de lo bueno y de lo verdadero es reprimida, entonces se nos estará negando nuestra propia dignidad como personas.
Misioneros sin barca:
Dios nos da a cada uno de nosotros una vocación
26. Dios nos dota de libertad y espera grandes cosas de nosotros. Nuestra libertad es la libertad de servir a Dios.
El Señor nos habla a cada uno de nosotros, en lo más profundo de nuestras almas, y nos dice: “Yo te he llamado por tu nombre, y eres mío”. Y nos llama a darle una respuesta de amor, a abrir nuestros corazones para hacer su voluntad para nuestras vidas. Él quiere que nosotros le digamos, con los profetas y los santos: “Aquí estoy, Señor, porque tú me llamaste” .
El Señor se dirige a nosotros, por nuestro nombre, y nos llama a ir a desempeñar una misión. Nos da una vocación. La vocación significa simplemente “un llamado” y cada alma es llamada por Dios. Algunos son llamados a vocaciones especiales de la Iglesia, al sacerdocio ministerial o a la vida consagrada. Pero todos estamos llamados a asumir la responsabilidad de la misión de evangelización de la Iglesia: difundir la verdad del reino de amor de Dios hasta los confines de la tierra.
Como nuestras vidas son diferentes, lo que Dios nos llama a hacer en el mundo siempre será único. Hay muchos senderos, muchos llamados, tantos caminos como hay cristianos. Tu vocación particular, lo que Dios te está llamando a hacer, nadie más está llamado a hacerlo.Quiero citar aquí las palabras del beato John Henry Newman: “Dios me ha encomendado algo que no le ha sido confiado a otro. Tengo mi propia misión. Puede que nunca la conozca en esta vida, pero se me dirá cuál fue en la próxima... Tengo un papel qué desempeñar en esta gran obra; soy un eslabón en una cadena, un lazo de conexión entre varias personas. Él no me ha creado en vano. Haré bien las cosas, haré su obra; seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en mi propio lugar, sin proponérmelo, si guardo sus mandamientos y lo sirvo respondiendo a mi vocación” .
Siempre he pensado que ésta es una reflexión inspiradora sobre nuestro deber ante Dios. Y cuando pienso acerca de estas palabras, las relaciono con algo que dijo la Sierva de Dios Madeleine Delbrêl, una apóstol de los ateos en la Francia de mediados del siglo XX. Ella dijo que todos estamos llamados a ser “misioneros sin barco”. En otras palabras, nuestro “territorio de misión” consiste en estar dondequiera que Dios nos haya colocado: en nuestros hogares, en los lugares en donde trabajamos, en la escuela o en nuestros vecindarios.
“Una misión significa hacer el mismo trabajo de Cristo donde quiera que estemos”, dijo Madeleine. “No seremos Iglesia, y la salvación no alcanzará hasta los confines de la tierra, a menos que ayudemos a salvar a la gente en las situaciones mismas en las que vivimos” .
Entonces, la pregunta para ustedes, amados hermanos y hermanas, es ésta: ¿Cuál es tu misión en este mundo? ¿Qué trabajo te ha encomendado Dios? Conocerte a ti mismo, saber quién eres, significa saber lo que Dios quiere de tu vida, cómo quiere él que sigas a Jesús. Así que necesitamos estar pidiéndole todo el tiempo al Señor la gracia de conocer su santa voluntad y el valor de hacer ésa su voluntad. Lo que San Pablo dijo cuando se encontró con Cristo en el camino a Damasco es la oración para cada discípulo: “Señor, ¿qué debo hacer?” .
Llamados a ser santos:
El propósito y la dirección de Dios para nuestras vidas
27. Dios los está llamando a cada uno de ustedes. San Pablo dijo: “Él nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo, no de acuerdo a nuestras obras, sino según sus propios designios, y a la gracia que nos ha sido concedida en Cristo Jesús desde antes de que empezara el tiempo”.
En pocas palabras, ésta es la historia de nuestras vidas. Jesús nos ha salvado. De una vez por todas; no hay excusas ni pretextos, no hay manera de volver atrás. Podemos quedar libres de nuestros pecados, libres de nuestro pasado, abiertos a las infinitas posibilidades de un futuro vivido para Dios y con Dios. La elección es nuestra.
Dios nos llama, no porque le hayamos “probado” nada por nuestras obras y no por alguna cosa que pudiéramos haber logrado en nuestras vidas. Dios nos llama simplemente porque nos ama, porque él tiene sus propios designios, su plan de gracia que estableció en Jesucristo desde antes de que diera principio el tiempo.
Y otra vez, escuchamos esta asombrosa verdad: antes del amanecer de la creación, Dios tenía un plan para nuestras vidas. Jesús murió para hacernos santos, y nos llama con un llamado santo, invitándonos a participar de su propia santidad.
Quiero repetir algo que dije en mi primera carta pastoral. Ahora es el momento para que todos nosotros, los que formamos parte de la Iglesia, redescubramos lo que el Concilio Vaticano II describió como el “llamado universal a la santidad” . Esto era cierto hace cinco años, cuando empecé mi ministerio aquí en Los Ángeles, y sigue siendo verdad hoy.
Esto es algo muy esencial, que debemos entender. La santidad —ser santos— es el resumen, la meta y el significado de nuestras vidas. Santo significa “sagrado” y en la Iglesia primitiva, la palabra santo era simplemente otro nombre equivalente a cristiano. San Pablo dirigió sus cartas a los que están “llamados a ser santos”. Sus palabras siguen teniendo vigencia para cada uno de nosotros: “Esta es la voluntad de Dios, su santificación”.
Elevo mi oración para que todos nosotros, los que formamos parte de la Iglesia nos dediquemos nuevamente a hacer de la santidad el objetivo de todo lo que hacemos en la Iglesia. Examinemos nuestros ministerios y apostolados y todos los esfuerzos que hacemos en nuestras parroquias y escuelas. Busquemos nuevas maneras, creativas y valientes, de hacer del llamado a la santidad y a la obra de santificación, un aspecto básico de toda nuestra predicación, educación religiosa y cuidado pastoral.
Sé que la santidad puede parecer una meta demasiado elevada para nosotros. Sentimos que no somos suficientemente buenos, que no somos suficientemente fuertes. Esto es cierto, por supuesto, tanto en mi caso como en el de ustedes. ¡Es verdad para todos! Nadie conoce mejor que nosotros qué tan inadecuados nos sentimos, nadie conoce tanto nuestras limitaciones y debilidades. Seguramente que Dios no puede tener altas expectativas para nosotros. Seguramente que la santidad debe ser sólo para unos pocos. Si todos somos pecadores, ¿cómo puede esperar Dios que todos nos volvamos santos?
Hermanos y hermanas míos, los exhorto a ¡no tener miedo de la santidad! Dios conoce todo sobre nosotros. Y él nos llama de todos modos. Este es el misterio de su plan de amor. San Pedro no sólo le habla a personas especiales cuando dice: “Así como el que los llamó es santo, también ustedes mismos sean santos... puesto que está escrito: ‘Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo’”.
Esta es la voluntad de Dios para la vida de ustedes y para la mía. Y Dios nunca les pedirá más de lo que ustedes puedan dar. Él nos hará ir más allá de nuestros límites, nos llamará a grandes cosas, nos disciplinará en el amor, pero siempre nos dará la gracia que necesitamos para cumplir con lo que nos está pidiendo hacer. Jesús nos hace esta promesa, nos da esta orden, a cada uno de nosotros: “Deben ser perfectos como su Padre celestial es perfecto” .
Abre tu pequeño corazón:
Nuestras vidas serán juzgadas en base a nuestro amor
28. Entonces, ¿qué es esta perfección, qué es la santidad? La santidad es simplemente el amor, vivido total y completamente. La santidad es la perfección de la caridad. Esto es lo mismo que decir: Estamos llamados a vivir para el amor.
El amor es “lo que Dios es”. Y el amor es lo que Dios nos llama a ser. La imagen divina se perfecciona en nosotros a través del amor. Los santos nos llaman a vivir del amor que vemos en el corazón de la Santísima Trinidad: el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El maestro espiritual y doctor de la Iglesia, San Juan de Ávila, aconsejaba: “Abre tu pequeño corazón a esa inmensidad de amor por el cual el Padre nos dio a su Hijo, y con él, se nos dio a sí mismo, al Espíritu Santo y a todas las demás cosas.
“El amor es, pues, el camino que estamos llamados a seguir en esta vida. Como el amor de Dios es lo que nos da la vida, entonces su amor debe ser la fuerza impulsora de todo lo que hagamos. San Pablo dijo: “El amor de Cristo nos impulsa”. Y, nuevamente: “No tengan ninguna deuda con nadie, excepto la de amarse los unos a los otros”.
El amor —elegir hacer un don sincero de nosotros mismos— es la expresión más plena de la libertad humana. Y, como bien sabemos, el amor no es fácil. Recorrer el sendero del amor implica un camino de conversión. Es una lucha diaria contra nuestras inclinaciones al egoísmo. Hemos de trabajar todos los días para purificar nuestro amor de cualquier motivación egoísta. Hemos de amar tan solo por amor al amor, sin buscar a cambio nada para nosotros mismos.
Y al atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados por el amor que hayamos tenido. Así que en esta tierra, hemos de vivir para el amor. Hemos de ofrecernos a Dios como lo hizo Santa Teresa de Lisieux: “Quiero actuar sólo por tu amor”.
En todo, nuestro objetivo debe ser llevarnos a nosotros mismos y a los demás al amor que nunca termina. San Juan de la Cruz dijo: “Donde no hay amor, pon amor y obtendrás amor”. Nuestro amor crece al compartir nuestro amor. Así que hemos de poner el amor en todo lo que hacemos, ¡y hacer todo por el amor de Jesús, todo por el bien de nuestro prójimo! ..
Nada es pequeño en la vida de Jesús:
debemos vivir en la imitación de Cristo
29. En nuestro amor, como en todo lo demás de la vida, Jesucristo es nuestro modelo. Jesús viene como el Santo de Dios y él es el ejemplo para nuestra santidad.
Nosotros nos volvemos santos y perfectos cuando, por la gracia de Dios, seguimos las huellas de Jesús. Somos hechos santos cuando amamos como Jesús nos llama a amar, es decir, cuando amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con toda nuestra fuerza, y cuando amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, haciendo todo para la gloria del Padre y en servicio de nuestros hermanos y hermanas.
En este momento de la Iglesia, creo que es muy importante que redescubramos el antiguo principio de la “imitación de Cristo” como la forma básica de vida cristiana y de la espiritualidad.
San Pablo dijo simplemente: “Yo imito a Cristo”. Y nosotros también deberíamos hacerlo. El beato Carlos de Foucauld, uno de los grandes “imitadores de Cristo” de nuestros tiempos, solía decir en su oración: “Permíteme amarlo, obedecerlo e imitarlo tanto como pueda, en cada instante de mi vida” . Todos nosotros, los que formamos parte de la Iglesia debemos hacer de ésta nuestra oración personal.
Jesús nos llama a aprender de él y a hacer de su vida el camino y la verdad de nuestras vidas. Hacemos esto cuando tratamos de ser más como él. Hemos de pensar como él piensa y de actuar como él actúa. Hemos de escuchar sus palabras en el Evangelio y hemos de vivir de acuerdo a estas palabras y de acuerdo al ejemplo que encontramos en las páginas de su vida.
Al seguir sus huellas, necesitamos reflexionar profundamente acerca de los misterios de la vida de Cristo —de cada detalle de su vida— y tenemos que tratar de vivir estos misterios en nuestras propias vidas. El santo abad, Beato Columba Marmion, dijo: “Como nuestro Señor es Dios, aun las circunstancias más mínimas de su vida... merecen atención... ¡Nada es pequeño en la vida de Jesús!
Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús:
Necesitamos un plan para nuestras vidas
30. Para buscar el modo de pensar de Cristo, para conformarnos más y más con su imagen, necesitamos un “plan de vida” práctico. Con esto quiero decir que necesitamos tener una idea deliberada e intencional de cómo vivir. Hemos de vivir con un propósito. Nuestras vidas deben estar impulsadas por un gozoso deseo de trabajar, con la gracia de Dios, para llegar a ser más parecidos a Cristo día tras día, año tras año.
Hacemos progresos a través de los buenos hábitos. Así que quiero recomendarles varios hábitos que nos pueden ayudar a crecer en nuestra relación con Cristo y a profundizar en nuestro sentido de conexión con su plan para nuestras vidas. Los santos y los maestros espirituales recomiendan estas sencillas prácticas y yo puedo decirles que las he encontrado fructíferas para mi propia vida espiritual.
En primer lugar, está lo que los santos llaman la práctica de la presencia de Dios.
Necesitamos empezar y terminar cada día poniéndonos en contacto con Dios con una oración sencilla. Ofrézcanle a Dios su día en la mañana y revisen con él su día en la noche. Durante todo el día, traten de ser conscientes del “sacramento del momento presente”. Nuestro objetivo es ser conscientes de que siempre estamos vivos ante la mirada amorosa de Dios, y que, con su gracia, es posible hacer todo por amor a él.
En segundo lugar, es esencial hacer tiempo cada día para la oración.
Recuerden que la oración es tan sólo una conversación con Dios. Aléjense unos minutos de sus obligaciones ordinarias para estar solos y tranquilos con el Señor. Eleven su corazón y su mente a Dios y simplemente hablen con él con honestidad y sencillez y abran su corazón para escuchar su voz.
Díganle a su Padre lo que les preocupa, lo que quieren hacer por él. Hablen con él acerca de aquellas áreas de su vida que quieren mejorar. Díganle que lo aman y que quieren amarlo aún más. Díganle que quieren hacer su voluntad, como lo hizo María, nuestra Santísima Madre: “Hágase en mí según tu palabra”.
San Felipe Neri dijo: “La más hermosa oración que podemos hacer es decirle a Dios, ‘Como Tú sabes y quieres, así haz conmigo, oh Señor’”.
De cualquier manera que oren, lo importante es que se pongan en la presencia del Dios vivo, en una actitud de humildad, amor y adoración, siendo conscientes de su cercanía, sabiendo que él está presente, caminando con nosotros.
Algunas veces repetir el nombre de “Jesús” es la única oración que necesitamos. Y podemos repetir su nombre una y otra vez en el transcurso de nuestro día. Muchos de nuestros hermanos y hermanas rezan la oración de Jesús (“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, que soy un pecador”).
Cuando yo era adolescente, aprendí a orar diciendo: Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús, que significa “Jesús, Jesús, sé siempre mi Salvador (mi Jesús)”. Es una oración hermosa y poderosa que frecuentemente uso todavía en mi oración.
Como tercera práctica, les recomiendo que todos los días lean en oración y personalmente un pasaje del Evangelio, usando la antigua técnica de la Lectio divina. Pídanle a Jesús que abra su Palabra para ustedes. Pregúntenle: “Señor, ¿qué me estás diciendo a mí en este pasaje? ¿Qué me estás pidiendo a mí que haga?”.
No puedo enfatizar esto lo suficiente: ¡Aprendan a amar pasando tiempo con Jesús en la lectura de la Sagrada Escritura! Para imitar a Cristo necesitamos conocerlo. Y sólo podemos conocerlo leyendo sus enseñanzas y reflexionando sobre su vida en el Evangelio.
Cuanto más oremos con el Evangelio, más tendremos “la forma de pensar de Cristo”, más tendremos sus pensamientos y sentimientos, y veremos la realidad a través de sus ojos. Cuanto más oremos con los Evangelios, más sentiremos el llamado de Cristo a cambiar el mundo, a moldear la sociedad y la historia de acuerdo al plan amoroso de Dios.
La Lectio divina, la lectura orante del Evangelio, ¡es el camino que recorrieron los santos! ¡Hagan suyo este camino!
Quiero citar, una vez más, al mártir y misionero Beato Carlos de Foucauld: “Lean el Santo Evangelio una y otra vez, continuamente, para así tener constantemente en la mente las acciones, las palabras y los pensamientos de Jesús. De este modo, empezaremos a pensar, a hablar y a actuar como Jesús lo haría, y no según los ejemplos y modos del mundo, en cuyas prácticas caemos rápidamente de nuevo si alejamos la vista de nuestro Divino Modelo” .
La cuarta práctica que recomiendo es encontrarse con Cristo, con tanta frecuencia como puedan, en la Eucaristía, y que encuentren oportunidades para orar y adorarlo en el Santísimo Sacramento.
Puedo decir que en mi propia vida, mi relación con Dios comenzó realmente a crecer cuando empecé a ir a Misa entre semana, además de los domingos. Yo era un adolescente y empecé a ir a Misa todos los días, siguiendo el ejemplo de mi padre.
Con el paso del tiempo, empecé a darme cuenta que cada vez era más consciente de la presencia de Dios a lo largo del día; y, conforme pasó el tiempo, esta relación con Dios fue creciendo hasta convertirse en una amistad más profunda. Todo era natural y hermoso y esta amistad con Dios sigue haciéndose más profunda cada día que pasa. Así que les recomiendo encarecidamente la Misa diaria como una manera de crecer en santidad.
Una quinta práctica es que hagan un examen de conciencia diario, y que acudan a la Confesión con regularidad.
También puedo señalar esta práctica como una ayuda en mi vida diaria. Cuando yo era adolescente en México, era una práctica común para nosotros ir a confesarnos los jueves por la tarde antes de acudir a las devociones del Primer Viernes. Recuerdo cómo caminaba, colina arriba, para ir a la iglesia con mis amigos, y recuerdo lo bien que nos sentíamos al volver a casa, ¡recuerdo esa sensación de liberación y de paz al saber que nuestros pecados habían sido perdonados!
Una de las alegrías de mi vida es el ser capaz de provocar esa misma sensación de liberación y de paz en los demás, a través de mi ministerio sacerdotal. A través de los años, todavía estoy asombrado de ver cómo trabaja la misericordia de Dios en la vida de la gente. Es una gracia muy grande la de participar en el ministerio de sanación de Cristo. El poder pronunciar sus palabras de perdón, el poder conceder el perdón de los pecados en su nombre; no puedo imaginar mayor privilegio, ni más hermosa y digna manera de pasar mi vida. Cada día le doy gracias a Dios porque me ha llamado a ser su sacerdote.
Finalmente, en sexto lugar, tenemos que practicar las obras corporales y espirituales de misericordia, buscando tener contacto con nuestro Señor a través del servicio a los demás, especialmente a los pobres, a los solitarios y a los vulnerables.
El amor es la forma en la que imitamos a Cristo. Necesitamos amar a los demás como Jesús los ama, empezando por las personas que están más cerca de nosotros, en nuestras familias, y saliendo de nosotros mismos para buscar a los necesitados de nuestras comunidades.
31. Estas prácticas diarias les proporcionarán un buen punto de partida práctico, y les ayudarán a crecer según la imagen de Cristo.
Los exhorto también a fundamentar su identidad cristiana en las Bienaventuranzas de Jesús y en las virtudes teologales y cardinales. En nuestra vida diaria necesitamos vivir intencionalmente de acuerdo a las Bienaventuranzas y cultivar buenos hábitos arraigados en las virtudes, tratando de hacer pequeños progresos cada día.
Por medio de las Bienaventuranzas, Jesús nos muestra lo que deberíamos desear y lo que deberíamos estar buscando en nuestras vidas; nos llama a ser pobres de espíritu y puros de corazón, a ser mansos y misericordiosos y a llorar en solidaridad con los que están afligidos; nos llama a tener hambre y sed de justicia, a ser pacificadores en nuestras relaciones y en nuestra sociedad.
A través de las virtudes, Jesús dirige nuestras acciones hacia lo que verdaderamente nos ha de hacer felices y hacia lo que nos hará ser buenas personas; también, nos llama a vivir con fe, esperanza y caridad, y a vivir la prudencia, la justicia, la templanza y la valentía.
Las Bienaventuranzas y las virtudes forman un hermoso sendero que debemos seguir en nuestra vida cotidiana. Ellas nos revelan el rostro de Cristo y son la definición de una vida buena, de la felicidad que Dios tiene preparada para nosotros. San Gregorio de Niza dijo: “El objetivo de una vida virtuosa es llegar a ser como Dios”. Así que esforcémonos por ser virtuosos y por ser personas que viven las Bienaventuranzas.
Lleva tu propia cruz detrás del Salvador:
Debemos amar como Jesús amó
32. El gran Papa San Juan Pablo II solía citar frases de uno de sus poetas favoritos, Cipriano de Norwid: Camina, “no con la cruz del Salvador detrás de ti, sino con tu propia cruz detrás del Salvador”. Estas palabras, dijo el Papa, “expresan el significado último de la vida cristiana” .
Al seguir a Jesús, tomándolo como modelo de nuestra propia santidad, vemos la forma que nuestra vida está llamada a tomar. Es la forma de su propia ofrenda por nosotros en la Cruz. A lo largo del camino que él recorrió con la Cruz, vemos la belleza de nuestra humanidad y lo que Dios desea para nuestras vidas.
Jesús nos dijo: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado”. Y en la Cruz nos mostró lo que quería decir con esas palabras: “Mayor amor no tiene hombre que éste: el dar la vida por sus amigos”.
Ahora nos llama, a cada uno de nosotros, a seguir su ejemplo, haciendo una ofrenda total de nosotros mismos a Dios: “El que quiera venir en pos de mí debe negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si pierde su vida? Y, ¿qué puede dar a cambio de ella?”
Esas últimas palabras son importantes. “¿Qué podría dar uno a cambio de la propia vida?”. Esta es la “lógica” sacrificial del amor al que estamos llamados. Hemos nacido del amor del corazón de Dios y hemos sido redimidos por la sangre que fluyó del corazón traspasado de Cristo en la Cruz por nosotros.
“Ustedes no se pertenecen a sí mismos”, nos enseñó San Pablo. “Han sido comprado a un elevado precio” . ¿Qué podríamos hacer para pagar ese amor? ¿Qué podemos ofrecerle a Dios a cambio del amor de su Hijo único? Podemos ofrecerle nada más y nada menos que toda nuestra vida.
33. Los mártires de la Iglesia son, por supuesto, los grandes testigos de esta “lógica” del amor. En cada mártir vemos la belleza de una vida ofrecida totalmente a Dios —en carne y sangre, en cuerpo y alma—, y entregada, por amor a él, por amor a la Iglesia y por amor a la humanidad.
En los mártires vemos la conexión que hay entre la Cruz y la Eucaristía. Siempre me conmueve la historia de San Ignacio, obispo de Antioquía. Mientras lo transportaban a Roma para su ejecución en una jaula, escribió una serie de hermosas cartas en las que describió su muerte como una ofrenda sacrificial a Dios.
Él sabía que iba a ser devorado por los leones. E Ignacio escribió esto: “¡Yo soy el trigo de Dios! Así que dejen que los dientes de las bestias salvajes me trituren, para que pueda ser transformado en un pan puro para Cristo”.
Nadie escribe así sobre su muerte a menos que ya haya estado viviendo su vida de ese modo. Ignacio pensaba de su cuerpo y su sangre —y, en sí, de toda su vida— como una Eucaristía, como una ofrenda que él le estaba haciendo a Dios en acción de gracias y por amor.
Alma sacerdotal:
Estamos hechos para adorar y para glorificar a Dios por nuestra vida
34. No todos estamos llamados a ser mártires. Pero todos sí estamos llamados a un amor que es “Eucarístico”.
En este punto, ya cerca del final de esta carta, quiero volver a algo que dije cerca de su comienzo, acerca de nuestra “alma sacerdotal”. Creo que esta verdad es clave para nuestra identidad humana en el plan de Dios. Es clave para entender de qué manera quiere Dios que vivamos en el mundo, para entender el propósito de nuestras vidas.
¿Qué es lo que hacen los sacerdotes? En la Biblia, el sacerdote es el mediador entre Dios y su pueblo. Su trabajo principal es dirigir el culto a Dios, y en la Biblia, ese culto implica ofrecer un sacrificio.
Podemos encontrar esta identidad sacerdotal del pueblo de Dios ya desde las primeras páginas de la Escritura y hasta la última de ellas. Desde el principio, podemos ver que los hijos de Dios fueron destinados a ser “sacerdotes”, para ofrecerle sacrificios, tomados de las primicias de su creación.
Y así es como los primeros cristianos describían su identidad y misión. San Pedro dijo que todos nosotros, los que formamos parte de la Iglesia, estamos llamados a formar parte de “un sacerdocio santo, estamos llamados a ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”. El último libro de la Biblia dice nuevamente que estamos llamados a ser “sacerdotes para nuestro Dios” .
Así que al decir que tenemos un “alma sacerdotal” estamos diciendo que todo hombre y toda mujer están hechos para el culto a Dios, que estamos hechos para servir a Dios en el amor y en el sacrificio.
San Josemaría Escrivá enseñó esto: “Si actúas —vives y trabajas— cara a Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal, aunque no seas sacerdote, toda tu acción cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene unida tu vida entera a la fuente de todas las gracias” .
35. La Eucaristía es la fuente de todas las gracias, y la Eucaristía le confiere a nuestra vida un significado sobrenatural. Cuando celebramos la Eucaristía, estamos cumpliendo la intención original de Dios para la humanidad en la creación.
En cada Misa, le ofrecemos a Dios las cosas buenas de la creación: los frutos de la tierra y del trabajo de nuestras propias manos humanas. Hacemos nuestra ofrenda sacrificial en unión con la propia auto-ofrenda de Cristo en la Cruz, que es presentada nuevamente en el sacrificio del pan y del vino que ofrecemos en el altar.
Lo que realmente estamos haciendo en la Eucaristía se manifiesta con claridad en esa parte de la Misa en la que el sacerdote nos dice: “¡Levantemos el corazón!” En la Eucaristía, estamos siendo llamados a ofrecer nuestros corazones, a poner nuestras vidas —nuestro cuerpo y nuestra alma— sobre el altar, como un sacrificio que le hacemos a Dios. A imitación de Cristo, y en unión con él, convertimos nuestras vidas en liturgia, en oración, devolviéndole nuestras vidas en amor y acción de gracias por sus dones.
36. Nuestra oración refleja lo que creemos, y la forma de nuestra oración está destinada a moldear la forma que han de tomar nuestras vidas. Esta es la verdad de la Eucaristía. A medida que vamos participando en la Eucaristía día tras día, semana tras semana, nuestras vidas deberán ir cambiando. Estamos hechos para el culto a Dios, y ese culto está destinado a volverse nuestro modo de vida.
Todas nuestras oraciones, todo el trabajo que hacemos en nuestros ministerios, todo nuestro amor en nuestras familias y en nuestros matrimonios; nuestro trabajo diario e incluso el tiempo que pasamos relajándonos; todo lo que estemos pensando o sintiendo, cada palabra y cada obra, ¡todo tiene como meta el altar! ¡Todo esto está siendo hecho para ser ofrecido como un sacrificio espiritual a Dios por medio de Jesucristo en la Eucaristía!
Eucaristía significa “acción de gracias”. Con nuestra vida, le agradecemos a Dios por el don de la salvación, por liberarnos de la oscuridad que es vivir en este mundo sin él. Le agradecemos el hecho de estar vivos, lo que Santo Tomás de Aquino llamó beneficium creationis, es decir, el gran don de haber sido creados.
La acción de Gracias ha de convertirse en la razón y en el camino para nuestras vidas. Es un camino de alegría, anticipado por el salmista, cuyas palabras parecen vislumbrar, a lo lejos, la Eucaristía:
¿Con qué le pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación
e invocaré el nombre del Señor.
Le ofreceré un sacrificio de alabanza,
e invocaré el nombre del Señor.
Aquí nos acercamos al verdadero significado de nuestras vidas, a aquello para lo cual fuimos creados y al motivo de ello.
San Pablo nos dice: “Nosotros, los que primero esperamos en Cristo, hemos sido destinados y designados para vivir para alabanza de su gloria”. Una de nuestras santas más recientes, Santa Isabel de la Trinidad, dijo que estas palabras de San Pablo representan la verdadera grandeza de nuestra vocación humana, “el gran sueño del Corazón de nuestro Dios, [su] voluntad inmutable para nuestras vidas”. Y ella tiene razón.
Estas son las cosas más grandes para las que fuimos hechos: ¡el propósito, el significado y la más elevada posibilidad para nuestras vidas!”. Fuimos hechos para glorificar a Dios por medio de nuestras vidas, a través de todo lo que decimos y de todo lo que hacemos y por medio de la manera como vivimos nuestros días. ¡Todo por Jesús! ¡Todo para alabanza de su gloria!
Heme aquí, Señor, vengo a hacer tu voluntad:
Jesús te llama a seguirlo
37. Hermanos y hermanas míos, esta es la hermosa verdad acerca de nuestras vidas: Estamos hechos a imagen de Dios, hechos de cuerpo y alma, hechos hombres y mujeres. Fuimos hechos como fruto del amor, somos hermosos a los ojos de Dios y somos también la gloria de su creación. Estamos hechos para tener parte en su naturaleza divina como sus hijos amados. Fuimos hechos para vivir la santidad, para ser santos.
¡Jesús viene a nuestras vidas, y no hay nada más hermoso que conocerlo a El!
Y Jesús te está llamando a ti, así como él llama a sus discípulos de todas las épocas: te llama a seguirlo, a venir y ver dónde está él. Te está llamando a encontrar en él el significado y el destino de tu vida, el camino que fuiste hecho para recorrer, por qué fuiste creado y qué espera que llegues a ser.
Por su Encarnación, Jesús entró en nuestro mundo y nos dijo: “No quisiste sacrificios ni holocaustos, pero me diste un cuerpo... Entonces dije: ¡Heme aquí, oh Dios, vengo a hacer tu voluntad!”.
Jesús nos está llamando ahora a seguir sus huellas, a vivir imitando su ejemplo. Nos está llamando actualmente a participar de su misión de amor: a ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso, a servir a Dios en su creación y a glorificarlo en nuestros cuerpos, a levantar nuestros corazones al Padre en acción de gracias y alabanza.
Jesús mismo traza el camino nuevo para nuestras vidas. Él camina con nosotros; quiere mostrarnos cada día cómo hemos de vivir. Nuestra vida antigua termina y nuestra nueva vida empieza al seguirlo a él.
“¡Dios es la vida! ¡Y con él todas las cosas son posibles!”. Podemos sentir la emoción de esas palabras de San Junípero Serra, el gran misionero de Los Ángeles y fundador espiritual de Estados Unidos.
¡La santidad es nuestra aventura, nuestra misión! Jesús nos promete una vida que es hermosa y bendecida. Y los santos son testigos de que no hay límite para la santidad y para la belleza que podemos experimentar al seguir a Cristo.
Al seguir a Jesús, descubrimos que nuestras vidas fueron hechas para ser un sacrificio espiritual, una ofrenda sacrificial de nuestra voluntad, que se realiza abandonándonos a la Divina Providencia, a la voluntad de nuestro Padre para nuestras vidas, no buscando lo que nosotros queremos, sino lo que él quiere. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”, como dijo Nuestro Señor en su hora más sombría.
Con él encontramos nuestra vida al perderla por amor a Dios. Hemos de ofrecer cada respiración, cada latido de nuestro corazón para que su amor pueda revelarse al corazón de los demás. En cada situación, hemos de ofrecernos a Dios, hemos de decir: “Aquí estoy, Señor, vengo a hacer tu voluntad” .
¿No soy yo tu madre?:
La vocación de la humanidad
38. Este es el glorioso plan de Dios para sus vidas. ¡Estas son las cosas más grandes para las cuales hemos nacido! No somos consumidores ni trabajadores, no somos máquinas de computación u organismos altamente evolucionados, ni la suma de nuestro ADN. No somos gente en busca de emociones o de placer. Somos la obra maestra de Dios, su obra de arte.
Ahora me doy cuenta de que todo lo que he estado tratando de hacer en esta carta es explicar una breve frase que se encuentra en el Catecismo de la Iglesia Católica: “La vocación de la humanidad es mostrar la imagen de Dios y ser transformada en la imagen del Hijo único del Padre” .
Ésta es nuestra vocación divina. Para esto nacimos. Nuestras vidas tienen una dirección y un propósito hermosos.
Empecé esta carta con una cita de la Venerable Madre Luisita y me gustaría terminarla con otras palabras que ella dijo; son una pequeña oración: “Le pido a Dios que te conviertas en un pequeño santo, y que ayudes a los que te rodean para que ellos también puedan llegar a ser santos” .
Esta es nuestra vocación divina. Y esto es lo que pido en mi oración para cada uno de ustedes, para toda la familia de Dios en Los Ángeles. ¡Ruego para que todos lleguemos a desarrollar una nueva conciencia de nuestra vocación a la santidad, a ser santos! ¡Que el deseo de todos nosotros sea hacer la voluntad de Dios, amar como Jesús ama y vivir para la alabanza de su gloria! ¡Que cada uno de nosotros, los que vivimos en Los Ángeles nos esforcemos por llegar a ser santos y por llevar a los demás a convertirse en santos también!
Que suscitemos una nueva raza de santos que den testimonio de que la persona humana es el centro del plan de amor de Dios para la creación.
Que se renueve en nosotros el asombro, la sincera admiración ante el amor de Dios por nosotros, un amor que no conoce límites. Y que luego, renovados por esta actitud maravillada, podamos salir al mundo a compartir nuestro asombro con los demás, hablándoles de corazón a corazón y llevando a todos al encuentro con el amor salvífico de Dios que es el destino de toda vida humana.
Elevo mi oración para que, a través de nuestras palabras y de nuestras acciones, inspiremos el nacimiento de un nuevo humanismo cristiano. San Francisco de Sales dijo en una ocasión: “Dios es el Dios del corazón humano”. Esta verdad debe ser el fundamento de cualquier humanismo auténtico.
Sólo en Dios puede la persona humana conocer la plenitud y la alegría y sólo en Dios puede la sociedad humana establecer la justicia y promover la paz. Como dijo Tomás de Aquino: “Sólo Dios nos puede satisfacer” .
39. Ahora que concluyo esta carta dirigida a ustedes, es Navidad. He ofrecido mis oraciones por ustedes en la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe aquí en la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles.
Como bien saben, en esta capilla tenemos una preciosa reliquia de la aparición de la Virgen en el Tepeyac, México, en 1531: un, pedacito de la tilma, es decir, del manto que llevaba su mensajero, el indígena convertido, San Juan Diego. Se piensa que ésta es la única reliquia de la tilma en el mundo, fuera de la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México, donde se encuentra la tilma original.
Esta reliquia es un tesoro nacional, pues la tilma es tal vez el instrumento más importante en la historia del continente americano. Para mí es diariamente un recordatorio conmovedor de que todos somos hijos de la Virgen del Tepeyac.
Nuestra Señora de Guadalupe es el alma de los pueblos del continente americano. La identidad cristiana del continente americano —el fundamento espiritual de nuestras naciones— encuentra su corazón en ella. Nuestra vida cristiana y la misión de la Iglesia continúan desarrollándose bajo sus ojos maternos y por medio de su intercesión.
Me impresiona cómo la Madre de Jesús eligió dejarnos este santo signo en el amanecer espiritual del continente americano; cómo eligió dejarnos la imagen de su rostro tierno y radiante, y su cuerpo sostenido por un ángel y estampado en esta tilma.
Pienso que Nuestra Señora hizo esto porque ella quería que cada uno de nosotros pudiera mirarla a los ojos y conocer la gran dignidad que tenemos a los ojos de Dios. Creo que ella quería ayudarnos para que pudiéramos darnos cuenta de lo que significa ser sus hijos e hijas amados.
“¿No soy yo tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y mi mirada? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás protegido bajo mi manto, en el cruce de mis brazos?”. Ahora que escucho sus palabras a San Juan Diego, me doy cuenta de que ella le reveló la verdad de la nueva creación, de la nueva humanidad que ha sido hecha posible en Jesucristo.
40. Así que ahora invoco a la Virgen del Tepeyac y le pido una vez más que sea una madre para cada uno de nosotros, que sea una Madre para la familia de Dios aquí en Los Ángeles y que sea Madre de todos los pueblos del continente americano.
Que nuestra Madre María, la Virgen de Guadalupe, ayude a cada una de las personas del continente americano a encontrar en Jesucristo la verdadera vocación de nuestra humanidad, a encontrar la verdad de nuestro llamamiento y de nuestro destino de hombres y mujeres.
Que ella nos ayude a cada uno de nosotros a encontrar en Jesús el verdadero programa para la liberación y transformación de nuestras vidas. Que ella nos ayude a encontrar en Jesús el verdadero programa de renovación moral y espiritual para nuestra sociedad y nuestra cultura.
La Virgen del Tepeyac es nuestra Madre y ella llama a cada uno de sus hijos hoy, del mismo modo que llamó a San Juan Diego hace 485 años. María es la gran maestra de los discípulos misioneros y ella es nuestro modelo cuando queremos ser misioneros y evangelizadores de nuestra cultura.
Ella supo presentar con amor el Evangelio a una cultura hostil y poco comprensiva; busquemos en ella nuestra inspiración. Que ella interceda por nosotros, para que tengamos la fuerza y la sabiduría para continuar su misión de hacer del continente americano un nuevo mundo de fe, inspirado en un nuevo humanismo cristiano, cimentado en el hermoso plan de Dios para la persona humana como su obra maestra y como la gloria de su creación.
Y oremos para que Nuestra Madre Santísima nos ayude a todos a conocer las cosas más grandes para las cuales nacimos.
1. S. Agustín, Confesiones, lb. 1, 1, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, 2 ed. (Ciudad del Vaticano: LIbreria Editrice, 1997), 30. Papa Juan Pablo II, Evangelium Vitae, Carta Encíclica sobre el Valor y la inviolabilidad de la vida humana (25 de marzo de 1995), 34-35.
2. 1 Cor. 11, 7; S. Ireneo, Contra las herejías, lb. 4, cap. 20, 7; citado en el Catecismo, 294.
3. Jn 10, 10; Rom 5,14; 1 Cor 15,45; Ef 2,15; Fil 2, 7-8.
4. Sal 96, 1; Is 42,1; Mt 12,32; 19,28; 2 Cor 5,17; Heb 6,5; 2 Pe 3,13; 13,8; Ap 2,3 3,12; 5,9; 14,3; 20,9, 21,5.
5. Testigos para el nuevo mundo de la fe: Carta Pastoral a la familia de Dios en Los Ángeles sobre la nueva evangelización y nuestra vocación misionera (2 de octubre de 2012). Para fomentar la reflexión continuada sobre estas prioridades, homes publicado una guía de estudio sobre esta carta pastoral, que se encuentra disponible en mi sitio web, www.archbishopgomez.com.
6. Esta actitud se encuentra ejemplificada en la declaración de la Corte Suprema de los Estados Unidos en Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania contra Casey, 55 US 803: "El corazón de la libertad es el derecho de definir el propio concepto de la existencia, del signficado, del universo y del misterio de la vida humana".
7. 1 Cor 12,31.
8. Carta 131, en Conservando el amor: Cartas y escritos espirituales de la Madre María Luisa Josefa del Santísimo Sacramento, O.C.D., 2 vol. (Hermanas Carmelitas del Sagrado Corazón de Jesús), 1, 235. Homilía, Misa de Recepción del Arzobispo Coadjutor (26 mayo de 2010).
9. Juan 2, 24-25.
10. San Juan Pablo II, Tertio Millennio Adveniente, Carta Apostólica en Preparación para el Jubileo del Año 2000 (10 noviembre 10 de 1994), 6-7.
11. S. Catalina, Dialogo, 13; citade en Catecismo, 356; S. Josemaría Escrivá, Forja, 824; Via Crucis, 6. El Esposo divino: Is 54; Jer 3,6-13; Ezeq 16; 23; Os 2; Juan 3,29; Mt 9,15; 22,1-10; 25, 1-12; 2 Cor 11,2; Ef 5; Ap 22,17-10.
12. Comentario
Excelentísimo Señor José H. Gómez
Arzobispo de Los Ángeles
Dado en la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles,
25 de diciembre de 2016, Solemnidad de la Natividad del Señor,
en mi quinto año como Arzobispo de Los Ángeles.