Excelentísimo Sr. José H. Gómez Arzobispo de Los Ángeles
Catedral de Nuestra Señora de Los Ángeles 12 de deciembre de 2018
Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo,1
En esta hermosa noche le damos gracias a Dios por habernos enviado el regalo de Nuestra Señora de Guadalupe.
En tiempos de persecución y en tiempos de dolor, ella siempre ha sido y es nuestra madre.
Ella nos dejó su imagen en la tilma porque quería que viéramos su rostro, su mirada compasiva y misericordiosa, para que nosotros pudiéramos conocer la belleza del amor que nos tiene.
En sus ojos vemos a una Madre que se regocija cuando sus hijos están felices, a una Madre que llora cuando sus hijos están sufriendo y que se inclina para tomarnos de la mano y levantarnos.
En la 1ª lectura que hemos leído esta noche, tomada del libro del Eclesiástico, Nuestra Señora nos habla y nos dice:
Yo soy la madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud.
Y, por supuesto, sabemos que así es como se le apareció la Virgen a San Juan Diego, como una Madre tierna y cariñosa.
Recordamos cómo ella llamó a Juan Diego desde la cima de la colina, cómo lo llamó a venir y a estar cerca de ella. “Mi Juanito, Mi Juan Dieguito … Escucha bien, hijito mío el más pequeño …”
Pero, como bien sabemos, ella no solo es la madre de Juan Diego. ¡Nuestra Señora de Guadalupe proclamó que ella es la Madre de todos nosotros!
Recordamos sus palabras: “Porque yo en verdad yo me honro en ser madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estan en uno, y de las demás variados linajes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí”.
La Virgen de Guadalupe es la Madre de Dios y ella es la Madre de todos los hijos de Dios, la madre de ustedes y la mía.
La Virgen nos recuerda que más allá del color de nuestra piel o de los países de los que provenimos, todos somos hermanos y hermanas. Cada uno de nosotros —¡sin excepción! — somos hijos de un Padre celestial y tenemos a la Madre de Dios como nuestra madre.
Queridos hermanos y hermanas, a todos nosotros que somos guadalupanos, Nuestra Señora nos llama esta noche a escuchar su voz, a dejarnos guiar por sus palabras y por su ejemplo.
Dejen que ella los guíe como una madre que toma a su hijo de la mano. Dejen que ella los levante y los tome en sus brazos. ¡Dejen que ella los guíe a Jesús! ¿Hay algo que valga la pena si no estamos cerca de Jesús? ¿Si no estamos cerca de su madre?
Nuestra Señora de Guadalupe los está llamando a cada uno de ustedes para que hagan algo especial por ella, así como llamó a San Juan Diego.
Recordamos sus palabras: “Escucha, el más pequeño de mis hijos, … es muy necesario que tú, personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad”.
Hermanos y hermanas, Nuestra Señora nos está diciendo estas palabras a cada uno de nosotros esta noche. Ella nos dice a cada uno de nosotros, personalmente: es necesario que tú vayas. Nadie más puede ir a donde Nuestra Señora te está enviando.
La voluntad de la Virgen es siempre hacer la voluntad de Dios, llevar a Jesús a cada corazón y a cada alma.
Eso es lo que le pidió a San Juan Diego que hiciera. Y esto es lo que nos está pidiendo a cada uno de nosotros que hagamos. Cada uno de ustedes son mensajeros y misioneros; cada uno, a su manera, está llamado a llevar a Jesucristo a toda situación de su vida.
Como vemos en nuestro Evangelio de esta noche —la “visitación” de Maria a su prima Santa Isabel— cuando María entró en la habitación, llevando en su seno a Jesús, ¡todo cambió!
Isabel exultó de alegría; el niño, San Juan Bautista, ¡saltó en su seno! Esto es lo que causa el encuentro con Jesús: cambia las cosas, trae la alegría.
Así es como Nuestra Señora de Guadalupe quiere que vivamos. Proclamando a Jesucristo, proclamando todas las grandes cosas que el Señor ha hecho en nuestras vidas.
El corazón de nuestra Madre es inmaculado y está lleno de dulzura. Ella es la Madre del amor hermoso, de ese amor bello porque es un amor divino. Con su amor, ella nos instruye y nos conduce al corazón mismo de Dios.
Y esta es la clase de amor que ella quiere que tengamos en nuestra vida para todos.
Nuestra Señora nos llama esta noche a ser como Jesús en la manera en la que pensamos y en la manera en la que tratamos a los demás.
Ella nos está llamando a ser como Jesús por la forma en la que respondemos a la realidad de nuestras vidas y a los desafíos que enfrentamos en la Iglesia.
Como el Evangelio nos dice esta noche, María creyó las palabras que el Señor le anunció y fue bendecida. Hermanos y hermanas, nosotros estamos llamados a tener la misma confianza que tuvo María Santísima.
Recordemos siempre sus palabras: “No se turbe tu corazón, no temas… ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?”.
Nuestra Señora va con nosotros. Vamos avanzando siempre bajo su mirada. Ella toma nuestra mano, como una madre y nos guía —siempre— por los senderos que nos llevan a su Hijo. Pongamos siempre todas nuestras esperanzas y temores a los pies de la Virgen.
¡Que Viva la Virgen de Guadalupe!
¡Que viva San Juan Diego!
¡Que viva San Junípero Serra!
¡Que viva San Óscar Romero!
¡Que viva San Jose Luis Sanchez del Rio!
¡Que viva Cristo Rey!
¡Que viva la Virgen de Guadalupe!
¡Que viva la Virgen de Guadalupe!
¡Que viva la Virgen de Guadalupe!
Nuestra Señora de Guadalupe, Madre del Amor Hermoso, ¡ruega por nosotros!